miércoles, 25 de noviembre de 2009

San Antolin de Bedón


Para explicar la fundación del monasterio de San Antolín de Bedón, fechado en el siglo XI y ubicado en uno de los lugares mas pintorescos del oriente de Asturias, la leyenda deriva dos aventuras del conde Muñazán. Habla la primera de una cacería con epílogo en milagro; la otra, de un crimen, floración de una pasión no necesariamente santa. Ambas, como mérito suplen la carencia de partida de nacimiento del fundador dándole un nombre con ascendencia histórica: Munio Rodriguez Can.
Cuentan que cierto día el conde Muñazán perseguía una pieza de caza por aquellos contornos. Se trataba de un enorme jabalí salido de la espesura. El conde echó atrás él el caballo, hízole correr vertiginosamente, inundándole de sudor y bañándole de sangre los ijares. De pronto aparece el mar y la pieza entra huyendo en una cueva, hasta entonces ignorada. Siguióle el conde y vió una imagen de San Antolín alumbrada por una misteriosa luz. Atribuyó el hallazgo a un aviso del cielo y mandó construir en aquel paraje un monasterio en honor del Santo.
La otra narración, envuelta aún más en un halo de exotismo, es la que corre todavía hoy entre los lugareños acerca del conde don Munio.
Era el referido conde, hijo de don Rodrigo Álvarez de las Asturias, un hombre sanguinario y cruel que mataba en la guerra por el placer de matar y cazaba por el placer de verter sangre.
Perdido una noche tormentosa en un bosque, percibió una luz que salía de una cabaña. Se acercó y miró a través de una ventana entreabierta. En la estancia estaba una joven de rodillas ante una tosca imagen. Sus cabellos trigueños, el cuerpo bellamente dibujado y sus grandes ojos verdes despertaron en el libertino los más bajos instintos. La joven, sola en el mundo, esperaba, casi sin esperanza, el regreso de su prometido que había ido a guerrear contra el invasor de la patria:los moros.
Loco de deseos, el conde se lanzó contra la puerta y cayó como un halcón sobre la indefensa presa. Tras una breve lucha, la joven sacando fuerzas de su flaqueza, de su desesperación, logró desasirse del conde y huir a la escuridad. Nada pudo hacer el conde, desconocedor de los secretos del bosque. La joven había desaparecido.
Al rayar la aurora, busca su caballo y sale del bosque jurando venganza.
Pasan los días. Munio recuerda su juramento y sale de su castillo en busca de la muchacha que tan malos recuerdos le despierta. Localiza la cabaña y se acerca cauteloso. Por la ventana observa una escena que le llena de ira: cogidos de la mano y radiantes de contentos los rostros, la joven y un desconocido se miran a los ojos en un hermoso idilio;él, su prometido, llorado por muerto y esperado hasta la desesperación. Pronto un sacerdote unirá sus vidas.
Ruge el conde y dispara su ballesta. La joven cae con el corazón atravesado. Apenas su prometido intenta socorrerla, cuando otro venablo le hiere de muerte y se desploma sobre el cadaver de su amada.
Pasado el momento de cólera, algo en la lavarda conciencia del conde comienza a bullirle. Huye despavorido, pero en vano. El recuerdo le persigue y una voz le aconseja y oprime constantemente, con un murmullo eterno: "...¿que te habían hecho?". Solo, en su cruel soledad, logra encontrar su destino. Son palabras de otro ser, muerto injustamente, quien le hace recobrar la confianza: "Vete; vende cuanto tienes y dalo a los pobres."
Y se decide a dedicar su patrimonio a la construcción de un cenobio, y así lo hace. El hacha tala el espeso bosque. En el mismo lugar donde estaba la choza surge el Monasterio de San Antolín de Bedón. Y, el conde, arrentido, se enfunda el tosco hábito de monje.

BARRABAXU



Ocurre que las cosas pasan. Pasa la gloria que, en un momento dado, fue actualidad, hizo furor y acaso alarma, estableció época. Y quedó lo sólido y permanente, lo que es que Dios, porque es ley de vida que la muerte del César se extienda y arrase consigo a todo lo que del César es.
Los monasterios son ejemplo de lo que venimos afirmando. Precisamente porque el claustro es constancia y seriedad ve pasar y caer imperios y triunfos del momento. Se hace entonces cierto que los reinos y la tierra pasan, mientras la palabra y el espíritu permanece.
La opinión general de la historiografía clásica sostiene que fue San Martín capital del reino ya que, sencillamente, el rey Aurelio sentó allí su corte. Lo cierto es que en San Martín, al lado y al amparo de la corte, surgió un monasterio que, al caer la grandeza de lo real, siguió manteniendo firme, bajo el mismo cielo de siempre, antigüedad y tono serio, serenidad y alabanza a Dios.
He aqui que, cuando la leyenda nace, la época de espenlor sólo quedaba en el recuerdo. Y en el monasterio solo cinco monjes ejercitaban el alto ministerio, la profesión no humana de la alabanza. Una paz sencilla, no aparatosa, como es toda paz cuando es auténtica, rodeaba la vida de estos cinco monjes. Y una felicidad les recorría todos los instantes de su concienzudo trabajo y de sus días llenos de fruto grato a Dios.
Pero hubo un día en que esa calma se partió en dos: el pueblo y los contornos se cubrieron de intranquilidad ante la presencia de un malhechor que arrasaba propiedades y mieses, que robaba y asesinaba sin escrúpulo. Se le llamó Barrabaxu. Se rompió, decimo, la paz del claustro por esa sencilla razón de que quienes no son del mundo sienten el dolor y el estremecimiento, la alegría y la intranquilidad que el mundo siente, como si fuese propia.
Cierto día volvía de sacramentar a un vecino de Sanfrechoso uno de los padres del monasterio. Con paso torpe y mente ágil,con cansancio de jornada repleta y animosidad, se dirigía, durante la noche, al monasterio. Fue entonces cuando Barrabaxu, en busca de dinero y de botín, se precipitó sobre él y le maltrata. Después se interna de nuevo en la soledad y la noche, su amiga, dejando al pobre fraile malherido en el camino.
Pero hay un momento ej que el desasosiego y la intranquilidad entran en la vida del bandido y representan un papel principal. Es el momento en que el sueño y la paz desaparecen en la existencia de Barrabaxu. Hay en él algo que le va minando y recorriendo; sus delitos le punzan por todas partes.
Las puertas de los monasterios se abren, por lo general, para cosas importantes y grandes, aunque diarias y aparentemente minúsculas. Son puertas por la que de ordinario entra la pesadilla y sale la calma. No sin razón suele decirse que el monasterio es remanso y oasis.
-¿Que deseas hijo mio? -pregunta una voz sencilla pero segura, con la seguridad de quien si no todo lo hace bién, si intenta hacerlo.
Enfrente a esta voz en calma se encuentra un hombre jadeante e intranquilo.
-Quiero confesarme -dice.
De principio todo tiene aire de normalidad. Pero no, porque el hombre que ahora se acoge al convento es Barrabaxu, la pesadilla y el terror del resto de la gente.
El fraile le confiesa. Después, sacando de entre su hábito un vaso de barro, se lo entrega a Barrabaxu con estas palabras: "Cuando llenes este recipiente quedarán perdonados tus pecados".
El malhechor se dirige con premura al río. Pero lo que en otro caso, en todos los otros casos posibles resultaría fácil, incuestionablemente, aquí no ocurre. Barrabaxu, acude a otro y otro río; va al mar. Pero el agua no entra en el recipiente. O mejor, había que decir que el agua no quiere entrar.
De pronto, y así como un día entró la vida y en el alma del malhechor el desasosiego, se hace presente ahora, inesperadamente, la claridad absoluta. Y fue de peregrinación a Covadonga.
Conveniente sería aquí una pausa ante el suceso no común, ante el hecho de que la leyenda llegue a Covadonga, nos lleve a los pies de la Madre de Asturias, cuna de reconquistadores. Pero, en este caso, renunciamos al comentario y al paréntesis porque es importante seguir diciendo, sin respiro y sin pausa, que fue en Covadonga y ante la Virgen donde el vaso se vio repleto, lleno de perdón y de penitencia al mismo tiempo. Y no ocurrió esto de modo normal porque no acudió Barrabaxu a fuente alguna húmeda, sino que lloró y lloró ante la Virgen. Entonces el agua brotó de él, de la fuente de sus ojos. Porque lo que no sabía hasta el tal momento Barrabaxu era que el agua requerida debía ser agua de dolor y llanto, de arrepentimiento y de propósito. Y también comprendió el malhechor que solo en Covadonga y ante la Señora de las montañas era posible colmar el vasoo de la penitencia.
-Gracias, Señor, por tu perdón -era la frase única y sentida que salía de los labios de Barrabaxu, repetida incansablemente.
Y se cuenta cómo volvió a San Martín y se hizo monje. Su cargo fue el de portero; y él, que había sido un día recibido y confortado, tuvo por misión recibir y confortar. Y aunque su nombre fuese desde entonces el de Pedro, para la gente siguó siendo Barrabaxu.

martes, 24 de noviembre de 2009

El Castillo de Tudela



Hace muchísimos años, tantos que no hay meollo que guarde fecha aproximada, hubo en el castillo de Tudela un joven prudente y hacendosa, amás de otras prendas y de su rara belleza. Era fama que había cautivado a cien hidalgos

"con su tez fina y brillante,
cual pétalo de azucena"


Su padre, Ares de Tudelam era modelo de caballerosidad. Siempre las puertas del castillo estaban abiertas a la necesidad, al dolor y a la hospitalidad. A pesar de sus muchos años, el noble aún practicaba la caza, en cuyo arte había sido muy diestro.
Descansaba el venerable anciano, tras una jornada penosa de caza, acompañado de su hija, en el salón del castillo, junto a un fuego saltarín y reconfortante. Un fuerte aldabonazo retumbó por la estancia. Al rato, un servidor se acercó para decirle que un moro, perdido en la niebla, pedía asilo por la noche.
-Hacedle pasar y preparadle mantel y lecho -ordenó el anciano.
Se resistía el criado, argumentando que se trataba de un moro.
-Sea cristiano o moro, es para mí un deber sagrado dar posada a quien la suplica. Traédmelo acá.
Era el árabe un joven apuesto. Su conversación, alegre, chispeante, hizo de la velada un suspiro. Por varias veces solicitó permiso para retirarse y por otras tantas fue detenido por la joven hidalga, visiblemente nerviosa. para el día siguiente invitó el castellano a participar en una cacería de osos al agradable joven.
Aunque gélida, la mañana vaticinaba una buena jornada; los nobles de la comarca que también habían sido invitados, ocuparon sus posiciones. Cuando el oso salió de su guarida fue a tropezar con el señor de Tudela, que arremete fuertemente contra la pieza; la mala fortuna, sumada a los muchos años, dejaron maltrecho al noble.
Trasladado con premura al castillo, los muchos desvelos y atenciones de su hija y de la servidumbre no lograron aliviar males y heridas. Sabedor de su cercano fin, llamó el anciano a su hija y le hizo jurar que nunca abandonaría ni su fe ni su patria. Así le prometió la joven, con el corazón hecho susto.
Llevaba Don Ares variaos días en el sepulcro cuando el moro confesó a la joven su propósito de partir al día siguiente. En breve conversación ambos se confesaron su amor, tomando el acuerdo de marchar juntos.
Sin que nadie pudiera explicárselo, aquella misma noche, cuando los enamorados ultimaban sus preparativos de marcha, un pavoroso incendio se desencadenó en el castillo. Los criados corrieron despavoridos; deshecho en el fuego, el puente levadizo había caido en el foso. Solo quedaba una salida secreta, a la que se dirigieron los enamorados. Más, flanqueando la puerta, allí estaba el castellano Tudela, blandiendo su espada al aire, dispuesto a vengar el honor de su sangre.
Nadie salió con vida. De aquellos muros, otrora mansión de hospital y perdonanza, solo quedó un montón informe de piedras.

lunes, 23 de noviembre de 2009

El aviso del Cid



A oídos de Alfonso IX de León había llegado la fama de San Salvador de Oviedo, a donde acudían en tropel, según Rodrigo Jiménez de Rada, "de todas partes del mundo los pueblos cristianos a loar a Dios y pedirle merced". Así se expresaba la copla :
"El que va a Santiago
y no al Salvador,
visita al criado
y deja al Señor"

Dispuso viaje el monarca, llenó de dones su arca andariega y con vistosa y nutrida comitiva se vino de romería a Oviedo. Con gran satisfacción y júbilo, con estrépito y con murallas y calles bien engalanadas recibieron los de Oviedo a su rey. Rezó Alfonso IX ante el Señor San Salvador y se retiró a descansar.
Bien entrada la noche, dos sombras se acercaron a la puerta mayor de la catedral, alzaron el aldabón y lo dejaron caer fuertemente. El ruido, pesado y sordo, cruzó todo el recinto sagrado como un rayo. Nadie respondió. Pasados unos momentos el aldabón volvió a sonar, más fuerte y más insistente.
Tiempo después alguien preguntó desde dentro :
- ¿Quién va?
No hubo respuesta. El propio prelado don Juan, que había oido los ruidos desde sus aposentos, acudió a preguntar :
- ¿Quién llama así en la Casa del Señor ?
Las sombras respondieron
- Somos Fernán González y Rodrigo Díaz de Vivar.
- ¡ Santo Dios ! ¡ Ambos sois muertos ! -dijo el obispo don Juan.
- Y muertos venimos. Decid al rey don Alfonso que dentro de tres días tendrá lugar la batalla de las Navas de Tolosa y que nosotros le daremos el triunfo.
Se hizo silencio. Las sombras se alejaron y se diluyeron en la noche.
Tres días después, pese a la ausencia del monarca en el campo de batalla, Dios le cubrió de gloria en las Navas. No faltó quien asegurase que por las armas cristianas habían peleado como bravos dos caballeros fantasmas montando soberbios alazanes oscuros y cubiertos de negras capas.
Noticioso el soberano, daba
"... crecientes gracias
a Dios y Santa María
por esta tan gran victoria
y gloria tanta complida"

Consta el suceso en gruesos pergaminos escritos por muy reverendos cronistas. Uno de ellos, Alfonso Marañón de Espinosa, lo refiere de esta manera.
"Y sucedió en esta Santa Iglesia lo que a muchas personas
graves y doctas he oído contar. Una noche, antes de que se diera la batalla, dieron grandes golpes a la puerta mayor de esta Santa Iglesia. Despertaron los sacristanes y preguntando quienes eran, les respondieron que eran el Cid y el Conde Fernán González, que iban a ayudar en la batalla al rey de Castilla. El siguiente día y la noche siguiente volvieron a dar los mismos golpes, y dijeron a los sacristanes que eran los mismos de la noche pasada y que avisasen a su rey cómo el rey de Castilla había vencido en la batalla y muerto grandísimo número de moros".
Ante la afirmación de un cronista tan sesudo sólo nos resta decir:
"Y si lector, dijeres, ser comento,
como me lo contaron te lo cuento".