sábado, 6 de febrero de 2010

Darás posada a los pobres



Escondido tras el follaje de una exhuberante vegetación y adormecido a la sombra de las montañas, se halla el pueblo del Condado, municipio de Laviana, arrullado por la sempiterna cantinela del Nalón que se desliza perezosamente, como deleitándose en las caricias de la feraz vega. En el espejo de sus aguas saltan risas y suspiros de hermosas xanas que, cantando, en las luminarias mañaneras de San Juan, peinan sus cabellos de oro.
El Condado tiene su origen en el año 856 y debe su fundación al rey Ordoño I, al decir de la tradición. Conserva del pasado el torreón romano, las ruinas de la leprosería de San Lázaro de Colmillera y la casa-palacio de recios muros, ancha portalada y alegre solana, lar de esta aleccionadora leyenda.
Vivía en esta casa solariega, un noble caballero, dueño y señor de la vidas y hacienda. En la principal fachada campeaban los gloriosos escudos con los que los reyes habían recompensado los servicios de sus antepasados.
Ocurrió una noche de cruél invierno. Los vientos azotaban con violencia las paredes; el aullido de los lobos erizaban los cabellos. Hay nieve. Cuando más arreciaban los gemidos del viento, haciendo crujir puertas y ventanas, dejáronse oir unos recios golpes en los portones palaciegos. Saltó el hidalgo con presteza del lecho y se asomó a la ventana. Un anciano, cubierto de harapos, muerto de frío y angustia, suplicaba por Dios albergue para aquella noche.
Por respuesta, el seco sonido de una ventana al cerrarse con brusquedad. Luego, silencio.
Pocos días después organizaba el hidalgo una cacería a la que eran invitados los infanzones del valle.
Subían ya la pronunciada ladera que conduce a Peñamayor. La nieve, hace penoso y lento el caminar. El hidalgo del condado, a quien apasiona la caza, habíase separado de sus compañeros en persecución de una hermosa pieza. Caía la noche. Al verse en la imposibilidad de reunirse con sus amigos, decide pasar la noche en una aldea, a escasa distancia de aquel lugar. Encaminóse a la primera casa y llamó a la puerta, sin obtener respuesta. Lo mismo pasó en las demás. Únicamente en una vio una cabeza asomada a una venta, que luego se cerraría con estrépito. Luego, solo los pasos y el piafar inquieto de su caballo.
Aléjase con la esperanza de hallar otra aldea, mientras juraba terribles maldiciones de venganza. Las tinieblas habían invadido el suelo; la fatiga va minando ya sus fuerzas cuando, de pronto, se estremece de terror al sentir el tétrico aullido de los lobos que, hambrientos y desafiantes, acechan a su presa.
-¡Señor no me abandones! -musitó ahogadamente. Vé entonces ante él una blanca figura, cubierta con túnica, rasgadas frente y manos por terribles heridas, que dulcemente le reprocha:
-¿Por qué me llamas ahora, tú que rechazas al que en mi nombre a tí acude?
-¡Perdón, Señor, perdón...! -acierta a balbucir el infeliz, cayendo en tierra.
Un rayo de luz hiere su retina y abre los ojos. Mira en torno suyo y comprueba con asombro, que se halla en una iglesia. Entonces, en un arranque de sinceridad, postróse de rodillas para dar las gracias a Dios, por haberle salvado. Una voz sosegada, la del Santo Cristo, dando respuesta a la plegaria, le susurra:
-¡Que la paz sea contigo!
Comentaban, días más tarde, extrañados, los lugareños del Condado el cambio brusco que, sin causa aparente que lo justificara, se había obrado en su señor. El motivo de aquellos comentarios era el ver desaparecidos de la casona solariega los gloriosos escudos, y en su lugar una tosca inscripción en el dintel de la ventana:
"Auxilium meum a Domino
Qui fecit coelum el terram".
(PSAL. 12O)

Bajo otra que, no hacía mucho tiempo, se había cerrado con estrépito tras un pobre mendigo que, temblando de frío y soledad, pedía humilde cobijo para una noche, había labrado esta sentencia.
"Dará posada a los pobres
El que habitara esta casa,
Y no la ocupe ni herede
El que no quisiera darla".
(AÑO 1725)

Y cuenta la tradición que nunca viajero alguno encotró cerradas las puertas de la orgullosa casona.

El obispo Ataúlfo

En palabras de nuestros cronistas, era el obispo de Santiago, Ataúlfo, hombre "señalado en linaje, letra y santidad". Habíale distinguido el rey Bermudo II con su confianza y a él recurría en demanda de consejo, cuando los negocios del Estado lo requerían. Esta predilección real despertó celos en ciertos nobles gallegos que, conspirando contra él, enviaron emisarios al monarca para avisarle de que el prelado era de raza mora y de que mantenía secretas embajadas con ellos encaminadas a entregarles Galicia.
Pecó el rey de ingenuidad e irritado contra el arzobispo, que así pagaba su confianza en él depositada, le envió propio a caballo para que, en el plazo de una semana, compareciera en Oviedo.
Púsose el obispo en camino, olvidando sus mucho años y, tras cien penalidades, llegó una mañana a Oviedo. Entró en la basílica de San Salvador, asistió al rezo de las Horas y celebró la santa misa.
Supo el rey de la llegada del prelado y, dolido de que no hubiera ido directamente a Palacio, ordenó que dispusieran un toro bravo en la plaza de la basílica del Señor San Salvador para que arremetiera contra el prelado cuando saliera de sus rezos.
Encerraron, pués, el toro en la plaza y, cuando el mitrado salió del templo, con paso sereno y el rostro rebosante de paz, "el toro llegó al obispo humilde y tan manso que parecía le quería besar los pies"; asióle el obispo por los cuernos y quedóse con ellos en las manos. Revolvióse el animal, tornóse presto y fiero y arremetió con brio contra los calumniadores, encaminándose luego al campo.
Volvió el arzobispo Ataúlfo al templo, dio gracias a Dios por el prodigio y colocó los cuernos sobre el altar.
El rey, que había presenciado el espectáculo desde los balcones de su reál alcázar, supo entonces de la justicia divina y de la inocencia del virtuoso pastor de almas.
Aseveran los cronistas que "los cuernos estuvieron colgados mucho tiempo en la capilla mayor de esta iglesia, auque ahora no hay noticia de ellos".

Leyendas religiosas


La leyenda en Asturias, fundamentalmente, tenemos dicho en otros estudios, reviste carateres religiosos.
Fué allá por los siglos XII y XIII cuando, en un intento de engrandecimiento y expansión, se recopilaron las leyendas más estables, se exaltaron los milagros de la Virgen y se copia en los monasterios los mariales que van a ser difundidos por toda la cristiandad. Mientras los monjes consignan en latín las leyendas piadosas y los peregrinos las depositan en los relicarios de nuestra tradición, tímidamente, los poetas, en lengua romance, comienzan a cantar bellos aconteceres que entiende y goza el vulgo y el letrado.
Nada puede extrañarnos. Como dejó escrito Vicente García de Diego, "la religión católica ha proporcionado los más bellos y emocionantes casos a las tradiciones legendarias; el amor y la piedad infinita de su divino fundador para con los hombres se traduce en prodigios repetidos de su inagotable claridad; no sólo los justos,sino los malos, caídos en la abyección, reciben portentosos favores, que el pueblo divulga, como lección ejemplar que hasta los pecadores podemos esperar favor de su divina misericordia".
En esos dos citados siglos la difusión de las leyendas marianas alcanzó proporciones extraordinarias. Las gracias, los milagros de la Virgen, unos de extensión regional y otros extendidos y divulgados por la fama y los escritos llegan a ser el tema predilecto de la curiosidad popular y de la piedad cristiana.
Aún hay otro aspecto marialque da origen a otra serie de leyendas. Nos referimos a la ternura maternal de la Virgen, que prodiga sus finezas a los fieles y es, ante el rigor de la justicia, la intercesora, la defensora de la fragilidad de sus hijos y que es fuente inagotable de ejemplos maravillosos para la devoción popular. Y es que la devoción a la Virgen, hemos oido multitud de veces, es la sublimación de todas las finezas de la poesía del amor maternal y de toda la ternura del amor filial humano.
De la devoción mariana de nuestro pueblo se ha dicho que es como una "sinfonía que llena de ecos y de melodías todas las concavidades del quebrado suelo astur; no hay en Asturias ni risco ni hondonada, ni parroquia ni aldea sin un templo o un altar o, por lo menos, una imagen de María".
Lógicamente, el pueblo asturiano no solo ha recibido, conmovido, sus favores, sino que ha querido también pregonarlos y exornar sus relatos de prodigios con la más bella poesía de su devoción y de su fantasía.
Y al lado de la Virgen, la vida de los santos impresiona también la imaginación popular dando ocasión a incontables relatos para la admiración y el agradecimiento.
Otro de los tema favoritos de las leyendas piadosas es el del diablo, el ángel caido, que tienta a los justos para inducirles al mal; el alma popular lo supone interviendo, no solo como inductor al pecado, sino como el genio maléfico que se complace en los daños del hombre. Abundan las narraciones sobre el hombre que, para lograr su más anhelada aspiración, ofrece su alma al demonio y le firma un compomiso formal, del que generalmente le exime la intervención del Cielo.
Son, en fin, las leyendas religiosas de Asturias viejas flores e la fe cristiana que, por siglos y siglos, supusieron el pasto espiritual de nuestros mayores.