sábado, 6 de febrero de 2010
Darás posada a los pobres
Escondido tras el follaje de una exhuberante vegetación y adormecido a la sombra de las montañas, se halla el pueblo del Condado, municipio de Laviana, arrullado por la sempiterna cantinela del Nalón que se desliza perezosamente, como deleitándose en las caricias de la feraz vega. En el espejo de sus aguas saltan risas y suspiros de hermosas xanas que, cantando, en las luminarias mañaneras de San Juan, peinan sus cabellos de oro.
El Condado tiene su origen en el año 856 y debe su fundación al rey Ordoño I, al decir de la tradición. Conserva del pasado el torreón romano, las ruinas de la leprosería de San Lázaro de Colmillera y la casa-palacio de recios muros, ancha portalada y alegre solana, lar de esta aleccionadora leyenda.
Vivía en esta casa solariega, un noble caballero, dueño y señor de la vidas y hacienda. En la principal fachada campeaban los gloriosos escudos con los que los reyes habían recompensado los servicios de sus antepasados.
Ocurrió una noche de cruél invierno. Los vientos azotaban con violencia las paredes; el aullido de los lobos erizaban los cabellos. Hay nieve. Cuando más arreciaban los gemidos del viento, haciendo crujir puertas y ventanas, dejáronse oir unos recios golpes en los portones palaciegos. Saltó el hidalgo con presteza del lecho y se asomó a la ventana. Un anciano, cubierto de harapos, muerto de frío y angustia, suplicaba por Dios albergue para aquella noche.
Por respuesta, el seco sonido de una ventana al cerrarse con brusquedad. Luego, silencio.
Pocos días después organizaba el hidalgo una cacería a la que eran invitados los infanzones del valle.
Subían ya la pronunciada ladera que conduce a Peñamayor. La nieve, hace penoso y lento el caminar. El hidalgo del condado, a quien apasiona la caza, habíase separado de sus compañeros en persecución de una hermosa pieza. Caía la noche. Al verse en la imposibilidad de reunirse con sus amigos, decide pasar la noche en una aldea, a escasa distancia de aquel lugar. Encaminóse a la primera casa y llamó a la puerta, sin obtener respuesta. Lo mismo pasó en las demás. Únicamente en una vio una cabeza asomada a una venta, que luego se cerraría con estrépito. Luego, solo los pasos y el piafar inquieto de su caballo.
Aléjase con la esperanza de hallar otra aldea, mientras juraba terribles maldiciones de venganza. Las tinieblas habían invadido el suelo; la fatiga va minando ya sus fuerzas cuando, de pronto, se estremece de terror al sentir el tétrico aullido de los lobos que, hambrientos y desafiantes, acechan a su presa.
-¡Señor no me abandones! -musitó ahogadamente. Vé entonces ante él una blanca figura, cubierta con túnica, rasgadas frente y manos por terribles heridas, que dulcemente le reprocha:
-¿Por qué me llamas ahora, tú que rechazas al que en mi nombre a tí acude?
-¡Perdón, Señor, perdón...! -acierta a balbucir el infeliz, cayendo en tierra.
Un rayo de luz hiere su retina y abre los ojos. Mira en torno suyo y comprueba con asombro, que se halla en una iglesia. Entonces, en un arranque de sinceridad, postróse de rodillas para dar las gracias a Dios, por haberle salvado. Una voz sosegada, la del Santo Cristo, dando respuesta a la plegaria, le susurra:
-¡Que la paz sea contigo!
Comentaban, días más tarde, extrañados, los lugareños del Condado el cambio brusco que, sin causa aparente que lo justificara, se había obrado en su señor. El motivo de aquellos comentarios era el ver desaparecidos de la casona solariega los gloriosos escudos, y en su lugar una tosca inscripción en el dintel de la ventana:
"Auxilium meum a Domino
Qui fecit coelum el terram".
(PSAL. 12O)
Bajo otra que, no hacía mucho tiempo, se había cerrado con estrépito tras un pobre mendigo que, temblando de frío y soledad, pedía humilde cobijo para una noche, había labrado esta sentencia.
"Dará posada a los pobres
El que habitara esta casa,
Y no la ocupe ni herede
El que no quisiera darla".
(AÑO 1725)
Y cuenta la tradición que nunca viajero alguno encotró cerradas las puertas de la orgullosa casona.
El obispo Ataúlfo
En palabras de nuestros cronistas, era el obispo de Santiago, Ataúlfo, hombre "señalado en linaje, letra y santidad". Habíale distinguido el rey Bermudo II con su confianza y a él recurría en demanda de consejo, cuando los negocios del Estado lo requerían. Esta predilección real despertó celos en ciertos nobles gallegos que, conspirando contra él, enviaron emisarios al monarca para avisarle de que el prelado era de raza mora y de que mantenía secretas embajadas con ellos encaminadas a entregarles Galicia.
Pecó el rey de ingenuidad e irritado contra el arzobispo, que así pagaba su confianza en él depositada, le envió propio a caballo para que, en el plazo de una semana, compareciera en Oviedo.
Púsose el obispo en camino, olvidando sus mucho años y, tras cien penalidades, llegó una mañana a Oviedo. Entró en la basílica de San Salvador, asistió al rezo de las Horas y celebró la santa misa.
Supo el rey de la llegada del prelado y, dolido de que no hubiera ido directamente a Palacio, ordenó que dispusieran un toro bravo en la plaza de la basílica del Señor San Salvador para que arremetiera contra el prelado cuando saliera de sus rezos.
Encerraron, pués, el toro en la plaza y, cuando el mitrado salió del templo, con paso sereno y el rostro rebosante de paz, "el toro llegó al obispo humilde y tan manso que parecía le quería besar los pies"; asióle el obispo por los cuernos y quedóse con ellos en las manos. Revolvióse el animal, tornóse presto y fiero y arremetió con brio contra los calumniadores, encaminándose luego al campo.
Volvió el arzobispo Ataúlfo al templo, dio gracias a Dios por el prodigio y colocó los cuernos sobre el altar.
El rey, que había presenciado el espectáculo desde los balcones de su reál alcázar, supo entonces de la justicia divina y de la inocencia del virtuoso pastor de almas.
Aseveran los cronistas que "los cuernos estuvieron colgados mucho tiempo en la capilla mayor de esta iglesia, auque ahora no hay noticia de ellos".
Pecó el rey de ingenuidad e irritado contra el arzobispo, que así pagaba su confianza en él depositada, le envió propio a caballo para que, en el plazo de una semana, compareciera en Oviedo.
Púsose el obispo en camino, olvidando sus mucho años y, tras cien penalidades, llegó una mañana a Oviedo. Entró en la basílica de San Salvador, asistió al rezo de las Horas y celebró la santa misa.
Supo el rey de la llegada del prelado y, dolido de que no hubiera ido directamente a Palacio, ordenó que dispusieran un toro bravo en la plaza de la basílica del Señor San Salvador para que arremetiera contra el prelado cuando saliera de sus rezos.
Encerraron, pués, el toro en la plaza y, cuando el mitrado salió del templo, con paso sereno y el rostro rebosante de paz, "el toro llegó al obispo humilde y tan manso que parecía le quería besar los pies"; asióle el obispo por los cuernos y quedóse con ellos en las manos. Revolvióse el animal, tornóse presto y fiero y arremetió con brio contra los calumniadores, encaminándose luego al campo.
Volvió el arzobispo Ataúlfo al templo, dio gracias a Dios por el prodigio y colocó los cuernos sobre el altar.
El rey, que había presenciado el espectáculo desde los balcones de su reál alcázar, supo entonces de la justicia divina y de la inocencia del virtuoso pastor de almas.
Aseveran los cronistas que "los cuernos estuvieron colgados mucho tiempo en la capilla mayor de esta iglesia, auque ahora no hay noticia de ellos".
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Leyendas religiosas
La leyenda en Asturias, fundamentalmente, tenemos dicho en otros estudios, reviste carateres religiosos.
Fué allá por los siglos XII y XIII cuando, en un intento de engrandecimiento y expansión, se recopilaron las leyendas más estables, se exaltaron los milagros de la Virgen y se copia en los monasterios los mariales que van a ser difundidos por toda la cristiandad. Mientras los monjes consignan en latín las leyendas piadosas y los peregrinos las depositan en los relicarios de nuestra tradición, tímidamente, los poetas, en lengua romance, comienzan a cantar bellos aconteceres que entiende y goza el vulgo y el letrado.
Nada puede extrañarnos. Como dejó escrito Vicente García de Diego, "la religión católica ha proporcionado los más bellos y emocionantes casos a las tradiciones legendarias; el amor y la piedad infinita de su divino fundador para con los hombres se traduce en prodigios repetidos de su inagotable claridad; no sólo los justos,sino los malos, caídos en la abyección, reciben portentosos favores, que el pueblo divulga, como lección ejemplar que hasta los pecadores podemos esperar favor de su divina misericordia".
En esos dos citados siglos la difusión de las leyendas marianas alcanzó proporciones extraordinarias. Las gracias, los milagros de la Virgen, unos de extensión regional y otros extendidos y divulgados por la fama y los escritos llegan a ser el tema predilecto de la curiosidad popular y de la piedad cristiana.
Aún hay otro aspecto marialque da origen a otra serie de leyendas. Nos referimos a la ternura maternal de la Virgen, que prodiga sus finezas a los fieles y es, ante el rigor de la justicia, la intercesora, la defensora de la fragilidad de sus hijos y que es fuente inagotable de ejemplos maravillosos para la devoción popular. Y es que la devoción a la Virgen, hemos oido multitud de veces, es la sublimación de todas las finezas de la poesía del amor maternal y de toda la ternura del amor filial humano.
De la devoción mariana de nuestro pueblo se ha dicho que es como una "sinfonía que llena de ecos y de melodías todas las concavidades del quebrado suelo astur; no hay en Asturias ni risco ni hondonada, ni parroquia ni aldea sin un templo o un altar o, por lo menos, una imagen de María".
Lógicamente, el pueblo asturiano no solo ha recibido, conmovido, sus favores, sino que ha querido también pregonarlos y exornar sus relatos de prodigios con la más bella poesía de su devoción y de su fantasía.
Y al lado de la Virgen, la vida de los santos impresiona también la imaginación popular dando ocasión a incontables relatos para la admiración y el agradecimiento.
Otro de los tema favoritos de las leyendas piadosas es el del diablo, el ángel caido, que tienta a los justos para inducirles al mal; el alma popular lo supone interviendo, no solo como inductor al pecado, sino como el genio maléfico que se complace en los daños del hombre. Abundan las narraciones sobre el hombre que, para lograr su más anhelada aspiración, ofrece su alma al demonio y le firma un compomiso formal, del que generalmente le exime la intervención del Cielo.
Son, en fin, las leyendas religiosas de Asturias viejas flores e la fe cristiana que, por siglos y siglos, supusieron el pasto espiritual de nuestros mayores.
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sábado, 19 de diciembre de 2009
Martín Porra
Desde que Don Suero de Bimenes había conocido a la hermosa Covadonga, hija del venerable Menén Porra, no volvió a tener calma en su corazón. La humildad y la belleza de la joven cautivaron en extremo al aguerrido soldado. No era para menos, pues, al decir de un viejo cornista, era la doncella
"de faz belllísima, vestía con halda e corpiño de fino lienzo,
bordado de seda e oro, y cubierta la cabeza con toca del mismo
género, lo cual hacía resaltar al apiñonado tinte del cutis, las
encendidas mejillas, el óvalo virginal de la noble cara e los
ojos grandes e negros, entre amorosos y tristes".
Las visitas al castillo de la amada se hicieron frecuentes, familiares, dando lugar a que no fuera insensible el corazón de la gente a los dardos de Cupido. Así fue como el afortunado guerrero llegó a aspirar los perfumes de aquella flor.
Más partió don Suero para la guerra. Tras muchos días, en una tregua, vuelve el guerrero a sus lares, pero no visita a su amigo ni rinde pleitesía a la hermosura de la flor deshojada que, desesperanzada, desde el adarve del castillo, inultilmente, y día tras día, otea el camino por donde debía llegar el objeto de sus ensueños. Según el viejo cronista, un día confesó a su padre la causa de sus males:
"-Padre mío-le dixo-mis penas e cuitas son inmensas e imposibles de sobrellevalas; mis tristezas son hondas e mis melancolías contínuas e non hallan ni disipaciones ni consuelos; sospiro día y noche, porque él me tiene embargado todo mi corazón e toda mi ánima; e mis pesares son todos para él, que non se me aparta un momento solo, pues a cada instante..."
Quiso el noble Menén Porra poner remedio a las desgracias de la muchacha y comisionó a su otro hijo Martín, joven altivo y violento, para parlamentear con Don Suero. Ignoraba éste el daño que había causado a la joven y se mostró propicio a repararlo, pero la palabra agria de Martín Porra hizo que la entrevista degenerara en duelo.
-Aquí mismo, en este campo tuyo -dijo el orgulloso Martín-, será el combate; elige padrinos y no olvides que ha de ser a muerte.
Ante el palacio del señor de Bimenes hay un amplio campo rodeado de viejos robles. Para mayor desprecio de Suero, quiso Martín Porra que fuera allí el combate. Se había cercado el palenque, dejando solo dos entradas, al norte y al sur, respectivamente.
Acompañado de sus padrinos, entra el de Porra por la puerta sur; en la misma forma, por su puerta opuesta lo hace el de Bimenes. Los jueces reconocen caballos, puestos y armas, les toman juramento y pasan al tablado de la presidencia. Suenan los clarines. Ambos adversarios, lanza en ristre, se arrojan uno contra otro. Al choque, los caballos han doblado, pero los guerreros se mantienen firmes; se han roto las lanzas. Respuestas y enristradas, vuelven a la carga. Del encuentro los dos caballeros salen desmontados y echan mano a las espadas, continuando el combate a pie. Se dan estocadas, se tiran tajos y se paran los ataques con las espadas y con las rodelas con destreza y vigor. Las fuerzas de ambos guerreros permanecen inquebrantables y tal parece que cascos, corazas y escudos son impenetrables al acero. Aprovechando Suero una descubierta de Martín, se lanza a fondo dándole una estocada en la axila derecha, haciéndole caer al suelo. Muy grave ha de ser la herida, más como el combate es a muerte, el valiente Martín quiere continuarle; se niega don Suero que prodiga sus auxilios al que, desde entonces llamó su hermano.
Desde aquel día el campo de la justa tomó el nombre de "Martín Porra", que aún se conserva hoy.
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Un amor mas fuerte que la sangre
Colgado de la suave meseta que guarda el fértil valle, por done el Nalón teje sus recortadas curvas en vueltas y revueltas, se alzan las ruinas del castillo de Blimea. Las altas cumbres, que caminan a ambos lados del río hasta perderse en la lejanía del paisaje, son como dos guardias legendarios, adormilados en su eterna melancolía de siglos. Tal parece como si aguardaran el sonido de un gong que les sacase de su triste letargo.
Bajo su sombra, en un gemido de trae el viento de lejanos horizontes, se mezclan al unísono, en extraña amalgama, la historia y la leyenda.
Al principio es como un susurro que va cobrando vida al rebotar en el azul cobalto de las rocas en este anochecer de estío, cuando el sol no es más que un manchón de sangre en el horizonte tachonado de nubes.
El sol ha muerto en el horizonte. Unas nubes ruedan en el cielo. La voz ha callado de pronto y el silencio ha invadido el valle. Por el sendero que conduce al castillo resuena el ruido de unos pasos.
El viajero se ha detenido ante los muros y en su imaginación se agolpan confusos recuerdos.
Fue el castillo de Blimea casa de señorio y misericordia. Las cadenas que hasta hace pocos años se conservaron en los poyos de la fachada así lo pregonaban. Todo aquel que huyese de un peligro, cualquiera que fuese, sabía que encontraba asilo tras aquellos hierros.
Era el dueño del castillo un noble caballero, señor de todo el valle. Era su mayor vicio, a la caida de la tarde, asomarse a las almenas para contemplar los dominios que allí se le ofrecían bajo los muros. La providencia solamente le había otorgado una hija, Florinda, adorada por todos los pobres de la comarca, tanto por sus dádivas como por su belleza. No causaba, por eso, extrañeza a los vecinos de Blimea ver enfilar el sendero que conducía al castillo a los nobles infanzones de las proximidades, jinetes sobre sus poderosos alazanes. Sin embargo, ninguno de ellos había logrado ganarse el amor de la apuesta muchacha. Sólo el hidalgo de la Buelga, a quién los elegantes pero firmes, desplantes de la joven habían espoleado su orgullo, habíase hecho cuestión de honor rendir la entereza y hermosura de aquella mujer.
Cierto día llamó el padre a la joven para comunicarle su decisión de que se convirtiese en la esposa del señor de la Buelga. Entristecióse el semblante de la hija y, con voz temblorosa, no exenta de resolución, le respondió que su petición le resultaba imposible, pues había entregado su amor a otro hombre.
-¿Quién es? -quiso saber el padre-. ¿Un noble como corresponde a nuestro linaje?
La joven bajó los hojos y no contestó a la pregunta del padre. Llamearon los ojos de éste, comprendiendo el silencio de su hija.
-¡Un villano! -rugió-. ¡Dime su nombre y yo le haré pagar cara su osadía colgándole de la almena más alta del castillo para que sirva de ejemplo a todos los habitantes del valle!
-¡A ese precio- contestó la hija- jamás lo sabréis! Hace mucho tiempo que le quiero y antes prefiero la muerte que ser de otro hombre...
-¡Dispónte a unirte en matrimonio al señor de la Buelga; de otro modo sufrirás la misma pena que ese villano que se ha atrevido a poner los ojos en ti! ¡Todo menos mancillar el honor de nuestra alcurnia!
Dio orden para que la encerrasen en lo más alto de la torre y envió a un mensajero al señor de la Buelga anunciándole su consentimiento.
Pasaron los días. En el castillo dio comienzo una agitación inusitada. Ningún habitante del valle recordaba nada parecido. Era el día señalado para la boda de la desdichada Florinda con el orgulloso hidalgo, que llegó acompañado de lucida y poderosa escolta.
En los momentos de mayor agitación sonaron unos fuertes golpes a la puerta del castillo. Salió el señor presuroso, seguido de algunos invitados, a comprobar quién había llamado de aquella forma tan violenta. Su sorpresa no tuvo límites al encontrar pegado a las cadenas a un apuesto mancebo, antiguo servidor suyo, que con el semblante demudado le dijo:
-Ved, señor, el tributo que cuesta separar dos almas que se aman desde niños; para librar a mi amada de los brazos de otro hombre yo mismo le he dado muerte. ¡Ella me lo ha suplicado y he cumplido su ruego!
-¿Quién ha sido esa infeliz criatura? -preguntó el hidalgo.
-¡Su hija, señor! -respondió con calma el joven.
Un alarido salvaje brotó de la garganta del hidalgo de Blimea que, ciego de ira, desenvainó su espada, pero, en un supremo esfuerzo, al ir a atravesarlo de una estocada, se contuvo.
-¡Libre eres!; esas cadenas gozan de inmunidad y mi casa es de señorio y misericordia -dijo mordiendo las palabras como si le estuviesen golpeando.
-Gracias señor -dijo el mancebo-; vuestra sangre es tan noble como el apellido que lleváis; pero ved qué hago con esa libertad que tan generosamente me otorgáis.
Y sacando el puñal, rojo aún de la sangre de la amada, se lo hundió en el corazón.
Fue como un velo que le cubriese de pronto los ojos. Lentamente se fue deslizando por las cadenas hasta caer tendido en el suelo.
Un ramalazo de horror cruzó el rostro de los presentes. A lo lejos, el aullido largo y lastimero de un perro se dejó caer en el silencio de la mañana como epílogo de aquella tragedia de la que fue testigo mudo el castillo de la Cabezada de Blimea.
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sábado, 5 de diciembre de 2009
El conde de Tiraña
El nombre de Tiraña tiene sabor viejo a historia. Antes de 1826, las parroquias de Tiraña, Etralgo y Villoria constituían cotos independientes llamados señorios. En la actualiad, en Tiraña se conserva el nombre de "palacio", que inspira todavía recelo a los naturales de la comarca. Es una modesta casa que está a medio kilómetro de la iglesia parroquial y en dirección a Pola de Laviana.
Aquí comienza la historia.
El Coto de Tiraña perteneció a los Álvarez de las Asturias. Hubo uno de ellos, desalmado, señor de horca y cuchillo, que gozaba del favor real. El tal conde, que ejercía el derecho de pernada, por supuesto, y que, además de esto, emparadaba a toda moza que se resistiera a sus caprichos, dio en matar de hambre y de miseria a todos sus vasallos. A otros mató de verdad y con sacrilegio, como al cura, por la razón de que éste había comenzado antes haber llegado el de caza. El conde mató en el mismo altar y por la espalda al sacerdote.
El suceso llegó a oidos del rey, quién obligó al conde a destruir y después reedificar más esplendorosamente el templo profanado. Un manuscrito datado en 1797 habla de la intervención del tribunal eclesiástico que condena al conde a levantar la iglesia, dejando fuera de ella el sitio manchado por la sangre dle sacerdote, y a perder el derecho de presentación de aquel beneficio curado.
A las crueldades del conde se sumaban los caprichos. En un pueblo, también de la parroqua de Tiraña, llamado Paniceres, había una panera con relieves de cabezas de árabes. Se encaprichó con las tallas y mandó buscar la panera; los vecinos bien pertrechados con los aperos de labranza lo impidieron.
Cuéntase, también, cómo habiendo caído, cierto día, en el pozo de Funeres, situado en Peñamayor, próximo a la majada que aún lleva el nombre de "Mayaín del Conde", una vaca, la mejor de sus ganados, y que llevaba al cuello un collar de plata con un cencerro de oro, ordenó el conde que bajase al fondo del pozo, atado con una cuerda, uno de sus criados para recuperar el collar perdido.
y bajó un criado. Al subir con el collar y cuando ya estaba casi arriba se le oyó gritar con desesperación: "Dejadme caer, porque son tantos los bichos y gafuras que me acompañan que bastarían para emponzoñar a toda la parroquia de Tiraña". Los que sostenían la cuerda lo dejaron hundirse y huyeron despavoridos del sitio aquel.
Y hubo un vecino de Paniceres, siervo también del conde, que pasó a Castilla en busca del rey para acusar y denunciar los desmanes del tirano. Al postrarse ante el rey le cayeron del zurrón, o acaso dejó intencionadamente caer, unos panecillos negros y duros. El monarca, al oir el ruido, exclamó:
-¡Muy mal pan teneis en vustra tierra!
-¡Este que nos dejara comer el conde! -contestó el labriego en tono de sentencia.
Enteróse el rey de los desmanes del conde e hizo promesa al buen campesino de ponerles remedio.
Y con la muerte del conde nos llega la moraleja. Menguados por el rey sus derechos y poderes y acosado por duros remordimientos, murió el conde sin querer, ni aun en tal trance, poner en su boca una plegaria o en su alma un asomo de arrepentimiento. Murió como vivió, y aquí está la moraleja. Su cadaver, al ser trasladado a Oviedo al panteón familiar, fue arrebatado por una banda de cuervos en el lugar denominado entonces Peñacorvera, próximo al límite del coto. Se asegura que, al dia siguiente de haber sido arrebatado por los cuervos el cuerpo del conde, se vió a su perro de caza favorito merodear durante muchas horas alrededor del pozo de Funeres, aullando sin cesar, hasta que, por fin, se arrojó al fondo. Era este perrro el único ser hacia el cual el conde mostraba simpatía.
De principio, y entrando en sencilla consideración, cabe delimitar, sin aventurarse deamasiado, sin embarcarse en descabelladas conjeturas, que pertenece a la historia y cuánto es tributo de leyenda. Porque si en otros casos resulta imposible destrenzar los nombres verdaderos o bien los falsos, aquí todo parece diferenciado ya y a flor de piel. Nada, en efecto, tiene de extraño la realiad de un conde como el reseñado que fuerza a mozas y sacrifica criados. La muerte del cura no desentona de otros sucesos paralelos acaecidos en tales o anteriores fechas y que son también fruto de la irritabilidad de estos grandes señores. Veamos dos ejemplos.
Antes del siglo XV la villa de Boal pertenecía a la parroquia de Prelo, cuya provisión canónica correspondía a la casa de Uz. Eran sus dueños, de apellido Miranda, al igual que el conde de Tiraña, señores de horca y cuchillo. En la amanecida de un domingo, no sin antes dejar ordenado al cura que guardase su regreso para la santa misa, salieron de cacería. A instancias de los feligreses, ante la larga espera, el sacerdote celebra la misa. Llega uno de los señors de la Uz y, al verse desobedecido, monta en cólera y descarga su escopeta sobre el sacerdote que cayó muerto sobre las gradas del altar.
Tres cuartos de lo mismo le acontece, a mediados del siglo XVI, a Bartolomé Felipe de Marines, regidor de Oviedo y alférez mayor perpétuo de Sariego que, ofendido en su honra por el cura de Peñaflor, ciego de ira, lo asesina al pie del altar.
Nada de extraño hay, por tanto, en el relato del Conde de Tiraña. La leyenda comienza a su muerte. Precisamente porque es lógico que el pueblo crea un castigo y un escarmiento para quien en vida no lo tuvo.
La leyenda se inicia con la aparición de los cuervos que arrebatan el cadaver. La presencia del perro fiel tiene un doble sentido. Precisamente porque es, el tal perro, el único ser hacia el que el conde derramó simpatía. Por otra parate, el detalle del perro que vaga y aúlla es recurso en este género de relatos. En nuestro caso, el perro se lanza al pozo Funeres, enlazándose entonces la leyenda con el relato de la caida de la vaca con collar de plata.
En torno al pozo Funeres , la leyenda es fértil y variada. Afirman muchos que fue allí donde los árabes escondían sus tesoros. Con frecuencia se afirma que el pozo no tiene fín, pues es sencillamente la entrada a los infiernos. Ciertamente, los relatos sobre pozos en los que se arroja una piedra y no se la oye caer pueden contarse por millares. La creencia de que es una puerta del infierno guarda relación con la opinión de quienes narran que el cuerpo del conde fue arrojado por los cuervos en el pozo de Funeres.
¿Que es aquí lo añadido? ¿Que constituye, en todo caso, base sólida sobre la que se edificó la leyenda? No es fin principal de estas líneas llegar a delimitar tales cosas. Baste con apuntar que la versión más generalizada habla de un pozo en elque hay repugnantes alimañas. José María Jove y Canella habla de una novilla que cayó en él; su dueño bajó a buscarla; a poco del descenso dijo: "Soltaime, porque tantes gafures tengo que, si salgo con elles, emponzoñaría al mundu enteru".
Estamos ante una variante de la leyenda del conde. Variante, que acaso goza de más visos de probalilidad. Con todo, no puede negarse que el pozo Funeres debe, por completo, su fama a la leyenda del conde de Tiraña. El volver a hablar del pozo, en nuestro caso, arrojando en él el cuerpo del conde, al fin de la leyenda es, con posibilidad, recurso y comlicación de trama dentro de la leyenda y parte menos espontánea y natural que la de la vaca con collar de plata dentro del relato.
De nada serviría decir que la restauración de la iglesia, llevada a cabo y forzosamente por el cond,e ael altar mayor fue dedicado a San Pedro, y añadir que así sigue en la actualidad. De nada serviría esto para probar que todo ello fue, en un principio, verdad. De sobra sabemos que es más frecuente inventar un pasado para ensalzar lo presente.
No son pocos los que distribuyen los hechos aquí expuestos entre varios condes. Acaso estén movidos únicamente por el afán de reepartir las culpas y la carga con el fin de que se cumpla lo de "tocar a menos". Con certeza casi completa puede decirse que los sucesos relatados pertenecen a una misma y única persona, a un único y mismo conde de Tiraña.
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miércoles, 25 de noviembre de 2009
San Antolin de Bedón
Para explicar la fundación del monasterio de San Antolín de Bedón, fechado en el siglo XI y ubicado en uno de los lugares mas pintorescos del oriente de Asturias, la leyenda deriva dos aventuras del conde Muñazán. Habla la primera de una cacería con epílogo en milagro; la otra, de un crimen, floración de una pasión no necesariamente santa. Ambas, como mérito suplen la carencia de partida de nacimiento del fundador dándole un nombre con ascendencia histórica: Munio Rodriguez Can.
Cuentan que cierto día el conde Muñazán perseguía una pieza de caza por aquellos contornos. Se trataba de un enorme jabalí salido de la espesura. El conde echó atrás él el caballo, hízole correr vertiginosamente, inundándole de sudor y bañándole de sangre los ijares. De pronto aparece el mar y la pieza entra huyendo en una cueva, hasta entonces ignorada. Siguióle el conde y vió una imagen de San Antolín alumbrada por una misteriosa luz. Atribuyó el hallazgo a un aviso del cielo y mandó construir en aquel paraje un monasterio en honor del Santo.
La otra narración, envuelta aún más en un halo de exotismo, es la que corre todavía hoy entre los lugareños acerca del conde don Munio.
Era el referido conde, hijo de don Rodrigo Álvarez de las Asturias, un hombre sanguinario y cruel que mataba en la guerra por el placer de matar y cazaba por el placer de verter sangre.
Perdido una noche tormentosa en un bosque, percibió una luz que salía de una cabaña. Se acercó y miró a través de una ventana entreabierta. En la estancia estaba una joven de rodillas ante una tosca imagen. Sus cabellos trigueños, el cuerpo bellamente dibujado y sus grandes ojos verdes despertaron en el libertino los más bajos instintos. La joven, sola en el mundo, esperaba, casi sin esperanza, el regreso de su prometido que había ido a guerrear contra el invasor de la patria:los moros.
Loco de deseos, el conde se lanzó contra la puerta y cayó como un halcón sobre la indefensa presa. Tras una breve lucha, la joven sacando fuerzas de su flaqueza, de su desesperación, logró desasirse del conde y huir a la escuridad. Nada pudo hacer el conde, desconocedor de los secretos del bosque. La joven había desaparecido.
Al rayar la aurora, busca su caballo y sale del bosque jurando venganza.
Pasan los días. Munio recuerda su juramento y sale de su castillo en busca de la muchacha que tan malos recuerdos le despierta. Localiza la cabaña y se acerca cauteloso. Por la ventana observa una escena que le llena de ira: cogidos de la mano y radiantes de contentos los rostros, la joven y un desconocido se miran a los ojos en un hermoso idilio;él, su prometido, llorado por muerto y esperado hasta la desesperación. Pronto un sacerdote unirá sus vidas.
Ruge el conde y dispara su ballesta. La joven cae con el corazón atravesado. Apenas su prometido intenta socorrerla, cuando otro venablo le hiere de muerte y se desploma sobre el cadaver de su amada.
Pasado el momento de cólera, algo en la lavarda conciencia del conde comienza a bullirle. Huye despavorido, pero en vano. El recuerdo le persigue y una voz le aconseja y oprime constantemente, con un murmullo eterno: "...¿que te habían hecho?". Solo, en su cruel soledad, logra encontrar su destino. Son palabras de otro ser, muerto injustamente, quien le hace recobrar la confianza: "Vete; vende cuanto tienes y dalo a los pobres."
Y se decide a dedicar su patrimonio a la construcción de un cenobio, y así lo hace. El hacha tala el espeso bosque. En el mismo lugar donde estaba la choza surge el Monasterio de San Antolín de Bedón. Y, el conde, arrentido, se enfunda el tosco hábito de monje.
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