jueves, 26 de febrero de 2009

El tributo de las cién doncellas


Los moros habían tenido la audacia de reclamar al rey Alfonso II el pago del torpe tributo, pactado por Mauregato, mediante el cual cién doncellas cristianas habían de ser entregadas a los dominadores musulmanes. Asturias estaba consternada.
El 18 de Septiembre del año 793, dia suavemente invernal, con insultante arrogancia, entraron en Oviedo los encargados del reacudar aquel oprobio de tributo. Las gentes, atribuladas, imploraban de los cielos ayudas y protección. De entre un grupo de armados caballeros surgió una voz...
-¡No se las llevarán!
-¡Calma! -dijo de pronto una voz gastada por los años-. ¿No advertís que con nuestro intento podéis ocasionar una guerra funestas? Tú, Fruela, no soliviantes a la gente; no os declareís en rebeldía contro los mandatos de nuestro rey...
-¡No importa!... - replicó Fruela, cada vez más exasperado-. ¿Que respeto merecen esos reyes pusilánimes que no tienen valor para pelear y sí la cobardía de consentir este oprobio?...
-La cólera te ciega -apostilló el anciano-. No fue ninguno de nuestros monarcas quien estableció tal pacto. Un bastardo usurpador. Mauregato, hijo de mujer infiel, compró el apoyo de los de su casta para mantenerse en el trono, e invetó este feudo.
-¡No se las llevarán!- volvió el clamor...
La voz anciana se dejó oir de nuevo:
-Escuchadme por última vez. Calmad vuestra cólera. Si persistís, dad la batalla lejos de la cuidad y ciudad de que nada puede imputársele al monarca.
Las últimas palabras del anciano fueron ahogadas por aquel lema que era ya una declaración de guerra:
-¡No se las llevarán!
Muy pocos días bastaron, dentro del mayor sigilio, para perfilar escenarios, acuerdos y tácticas. La noche sería su gran valedora; a su amparo, los jóvenes caballeros, repartidos en grupos ganaron el campo y caminan ahora entre riscos y malezas. A la amanecida los grupos se fueron congregando en el lugar escogido. De aquellos animosos mancebos, un buén número no llevaba más armas que gruesos y anudados garrotes; portaban otros venablos de caza, aperos de labranza y, los menos, espadas.
Despuntaba ya el día y, cuando los ánimos empezaban a inquietarse, la voz de Fruela resonó potente en el bosque:
-¡Aprestaos a la lucha; el enemigo se acerca!
Situáronse los aguerridos astures en las quebraduras del terreno y esperaron y esperaron el paso del convoy. El escenario escogido no podía ser mas propicio: un barranco angosto y profundo.
Cuando la caballería árabe que, confiadamente, galopaba en vanguardia enfilaba el tramo final del barranco, una algarabía ensordecedora se mezcló con el rumor de enormes peñascos que caían con violencia sobre los sorprendidos jinetes. Con el mismo empuje fue atacada también la retaguardia. Los peñascos rodaban por las laderas como impulsados por violento huracan, como movidos por una fuerza apocalíptica. Tras ellos, y con un ímpetu creciente, la avalancha humana.
Trataron los árabes de agruparse y de aprestarse a la defensa. Fue en vano. El empuje, el valor y la osadía de los cristianos había ganado la partida.
De pronto, el que parecía caudillo de los árabes subió violentamente a una de las cautivas a la grupa de su caballo y salió huyendo en desenfrenada carrera. Fruela lanzó un grito desgarrado de maldición. Se trataba de Jimena, su amada.
Trató de seguirle. Arrebató un corcel árabe y se lanzó en su persecución. Al rato, su caballo cae reventado. Se levanta con presteza y arroja con furia su venablo a las ancas del otro caballo que proseguía en su veloz carrera. Herido el corcel por el afilado hierro, cae con sus monturas. Trata el moro de protegerse, aferrándose a la joven. La lucha es dura. Por fin logra Fruela alcanzarlo y recuperar a su amada Jimena.
Cuando se reúnen con los suyos todo había concluido; ni un rasguño habían recibido las cien doncellas. Horas mas tarde, entre el júbilo desmedido, entraban en Oviedo.
Quisieron los moros tomar venganza y pusieron en pie de guerra un poderoso ejército que será estrepitosamente derrotado, no atreviéndose más a mancillar con sus pies el suelo santo de Asturias.

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