sábado, 19 de diciembre de 2009

Martín Porra



Desde que Don Suero de Bimenes había conocido a la hermosa Covadonga, hija del venerable Menén Porra, no volvió a tener calma en su corazón. La humildad y la belleza de la joven cautivaron en extremo al aguerrido soldado. No era para menos, pues, al decir de un viejo cornista, era la doncella
"de faz belllísima, vestía con halda e corpiño de fino lienzo,
bordado de seda e oro, y cubierta la cabeza con toca del mismo
género, lo cual hacía resaltar al apiñonado tinte del cutis, las
encendidas mejillas, el óvalo virginal de la noble cara e los
ojos grandes e negros, entre amorosos y tristes".

Las visitas al castillo de la amada se hicieron frecuentes, familiares, dando lugar a que no fuera insensible el corazón de la gente a los dardos de Cupido. Así fue como el afortunado guerrero llegó a aspirar los perfumes de aquella flor.
Más partió don Suero para la guerra. Tras muchos días, en una tregua, vuelve el guerrero a sus lares, pero no visita a su amigo ni rinde pleitesía a la hermosura de la flor deshojada que, desesperanzada, desde el adarve del castillo, inultilmente, y día tras día, otea el camino por donde debía llegar el objeto de sus ensueños. Según el viejo cronista, un día confesó a su padre la causa de sus males:
"-Padre mío-le dixo-mis penas e cuitas son inmensas e imposibles de sobrellevalas; mis tristezas son hondas e mis melancolías contínuas e non hallan ni disipaciones ni consuelos; sospiro día y noche, porque él me tiene embargado todo mi corazón e toda mi ánima; e mis pesares son todos para él, que non se me aparta un momento solo, pues a cada instante..."
Quiso el noble Menén Porra poner remedio a las desgracias de la muchacha y comisionó a su otro hijo Martín, joven altivo y violento, para parlamentear con Don Suero. Ignoraba éste el daño que había causado a la joven y se mostró propicio a repararlo, pero la palabra agria de Martín Porra hizo que la entrevista degenerara en duelo.
-Aquí mismo, en este campo tuyo -dijo el orgulloso Martín-, será el combate; elige padrinos y no olvides que ha de ser a muerte.
Ante el palacio del señor de Bimenes hay un amplio campo rodeado de viejos robles. Para mayor desprecio de Suero, quiso Martín Porra que fuera allí el combate. Se había cercado el palenque, dejando solo dos entradas, al norte y al sur, respectivamente.
Acompañado de sus padrinos, entra el de Porra por la puerta sur; en la misma forma, por su puerta opuesta lo hace el de Bimenes. Los jueces reconocen caballos, puestos y armas, les toman juramento y pasan al tablado de la presidencia. Suenan los clarines. Ambos adversarios, lanza en ristre, se arrojan uno contra otro. Al choque, los caballos han doblado, pero los guerreros se mantienen firmes; se han roto las lanzas. Respuestas y enristradas, vuelven a la carga. Del encuentro los dos caballeros salen desmontados y echan mano a las espadas, continuando el combate a pie. Se dan estocadas, se tiran tajos y se paran los ataques con las espadas y con las rodelas con destreza y vigor. Las fuerzas de ambos guerreros permanecen inquebrantables y tal parece que cascos, corazas y escudos son impenetrables al acero. Aprovechando Suero una descubierta de Martín, se lanza a fondo dándole una estocada en la axila derecha, haciéndole caer al suelo. Muy grave ha de ser la herida, más como el combate es a muerte, el valiente Martín quiere continuarle; se niega don Suero que prodiga sus auxilios al que, desde entonces llamó su hermano.
Desde aquel día el campo de la justa tomó el nombre de "Martín Porra", que aún se conserva hoy.

Un amor mas fuerte que la sangre



Colgado de la suave meseta que guarda el fértil valle, por done el Nalón teje sus recortadas curvas en vueltas y revueltas, se alzan las ruinas del castillo de Blimea. Las altas cumbres, que caminan a ambos lados del río hasta perderse en la lejanía del paisaje, son como dos guardias legendarios, adormilados en su eterna melancolía de siglos. Tal parece como si aguardaran el sonido de un gong que les sacase de su triste letargo.
Bajo su sombra, en un gemido de trae el viento de lejanos horizontes, se mezclan al unísono, en extraña amalgama, la historia y la leyenda.
Al principio es como un susurro que va cobrando vida al rebotar en el azul cobalto de las rocas en este anochecer de estío, cuando el sol no es más que un manchón de sangre en el horizonte tachonado de nubes.
El sol ha muerto en el horizonte. Unas nubes ruedan en el cielo. La voz ha callado de pronto y el silencio ha invadido el valle. Por el sendero que conduce al castillo resuena el ruido de unos pasos.
El viajero se ha detenido ante los muros y en su imaginación se agolpan confusos recuerdos.
Fue el castillo de Blimea casa de señorio y misericordia. Las cadenas que hasta hace pocos años se conservaron en los poyos de la fachada así lo pregonaban. Todo aquel que huyese de un peligro, cualquiera que fuese, sabía que encontraba asilo tras aquellos hierros.
Era el dueño del castillo un noble caballero, señor de todo el valle. Era su mayor vicio, a la caida de la tarde, asomarse a las almenas para contemplar los dominios que allí se le ofrecían bajo los muros. La providencia solamente le había otorgado una hija, Florinda, adorada por todos los pobres de la comarca, tanto por sus dádivas como por su belleza. No causaba, por eso, extrañeza a los vecinos de Blimea ver enfilar el sendero que conducía al castillo a los nobles infanzones de las proximidades, jinetes sobre sus poderosos alazanes. Sin embargo, ninguno de ellos había logrado ganarse el amor de la apuesta muchacha. Sólo el hidalgo de la Buelga, a quién los elegantes pero firmes, desplantes de la joven habían espoleado su orgullo, habíase hecho cuestión de honor rendir la entereza y hermosura de aquella mujer.
Cierto día llamó el padre a la joven para comunicarle su decisión de que se convirtiese en la esposa del señor de la Buelga. Entristecióse el semblante de la hija y, con voz temblorosa, no exenta de resolución, le respondió que su petición le resultaba imposible, pues había entregado su amor a otro hombre.
-¿Quién es? -quiso saber el padre-. ¿Un noble como corresponde a nuestro linaje?
La joven bajó los hojos y no contestó a la pregunta del padre. Llamearon los ojos de éste, comprendiendo el silencio de su hija.
-¡Un villano! -rugió-. ¡Dime su nombre y yo le haré pagar cara su osadía colgándole de la almena más alta del castillo para que sirva de ejemplo a todos los habitantes del valle!
-¡A ese precio- contestó la hija- jamás lo sabréis! Hace mucho tiempo que le quiero y antes prefiero la muerte que ser de otro hombre...
-¡Dispónte a unirte en matrimonio al señor de la Buelga; de otro modo sufrirás la misma pena que ese villano que se ha atrevido a poner los ojos en ti! ¡Todo menos mancillar el honor de nuestra alcurnia!
Dio orden para que la encerrasen en lo más alto de la torre y envió a un mensajero al señor de la Buelga anunciándole su consentimiento.
Pasaron los días. En el castillo dio comienzo una agitación inusitada. Ningún habitante del valle recordaba nada parecido. Era el día señalado para la boda de la desdichada Florinda con el orgulloso hidalgo, que llegó acompañado de lucida y poderosa escolta.
En los momentos de mayor agitación sonaron unos fuertes golpes a la puerta del castillo. Salió el señor presuroso, seguido de algunos invitados, a comprobar quién había llamado de aquella forma tan violenta. Su sorpresa no tuvo límites al encontrar pegado a las cadenas a un apuesto mancebo, antiguo servidor suyo, que con el semblante demudado le dijo:
-Ved, señor, el tributo que cuesta separar dos almas que se aman desde niños; para librar a mi amada de los brazos de otro hombre yo mismo le he dado muerte. ¡Ella me lo ha suplicado y he cumplido su ruego!
-¿Quién ha sido esa infeliz criatura? -preguntó el hidalgo.
-¡Su hija, señor! -respondió con calma el joven.
Un alarido salvaje brotó de la garganta del hidalgo de Blimea que, ciego de ira, desenvainó su espada, pero, en un supremo esfuerzo, al ir a atravesarlo de una estocada, se contuvo.
-¡Libre eres!; esas cadenas gozan de inmunidad y mi casa es de señorio y misericordia -dijo mordiendo las palabras como si le estuviesen golpeando.
-Gracias señor -dijo el mancebo-; vuestra sangre es tan noble como el apellido que lleváis; pero ved qué hago con esa libertad que tan generosamente me otorgáis.
Y sacando el puñal, rojo aún de la sangre de la amada, se lo hundió en el corazón.
Fue como un velo que le cubriese de pronto los ojos. Lentamente se fue deslizando por las cadenas hasta caer tendido en el suelo.
Un ramalazo de horror cruzó el rostro de los presentes. A lo lejos, el aullido largo y lastimero de un perro se dejó caer en el silencio de la mañana como epílogo de aquella tragedia de la que fue testigo mudo el castillo de la Cabezada de Blimea.

sábado, 5 de diciembre de 2009

El conde de Tiraña



El nombre de Tiraña tiene sabor viejo a historia. Antes de 1826, las parroquias de Tiraña, Etralgo y Villoria constituían cotos independientes llamados señorios. En la actualiad, en Tiraña se conserva el nombre de "palacio", que inspira todavía recelo a los naturales de la comarca. Es una modesta casa que está a medio kilómetro de la iglesia parroquial y en dirección a Pola de Laviana.
Aquí comienza la historia.
El Coto de Tiraña perteneció a los Álvarez de las Asturias. Hubo uno de ellos, desalmado, señor de horca y cuchillo, que gozaba del favor real. El tal conde, que ejercía el derecho de pernada, por supuesto, y que, además de esto, emparadaba a toda moza que se resistiera a sus caprichos, dio en matar de hambre y de miseria a todos sus vasallos. A otros mató de verdad y con sacrilegio, como al cura, por la razón de que éste había comenzado antes haber llegado el de caza. El conde mató en el mismo altar y por la espalda al sacerdote.
El suceso llegó a oidos del rey, quién obligó al conde a destruir y después reedificar más esplendorosamente el templo profanado. Un manuscrito datado en 1797 habla de la intervención del tribunal eclesiástico que condena al conde a levantar la iglesia, dejando fuera de ella el sitio manchado por la sangre dle sacerdote, y a perder el derecho de presentación de aquel beneficio curado.
A las crueldades del conde se sumaban los caprichos. En un pueblo, también de la parroqua de Tiraña, llamado Paniceres, había una panera con relieves de cabezas de árabes. Se encaprichó con las tallas y mandó buscar la panera; los vecinos bien pertrechados con los aperos de labranza lo impidieron.
Cuéntase, también, cómo habiendo caído, cierto día, en el pozo de Funeres, situado en Peñamayor, próximo a la majada que aún lleva el nombre de "Mayaín del Conde", una vaca, la mejor de sus ganados, y que llevaba al cuello un collar de plata con un cencerro de oro, ordenó el conde que bajase al fondo del pozo, atado con una cuerda, uno de sus criados para recuperar el collar perdido.
y bajó un criado. Al subir con el collar y cuando ya estaba casi arriba se le oyó gritar con desesperación: "Dejadme caer, porque son tantos los bichos y gafuras que me acompañan que bastarían para emponzoñar a toda la parroquia de Tiraña". Los que sostenían la cuerda lo dejaron hundirse y huyeron despavoridos del sitio aquel.
Y hubo un vecino de Paniceres, siervo también del conde, que pasó a Castilla en busca del rey para acusar y denunciar los desmanes del tirano. Al postrarse ante el rey le cayeron del zurrón, o acaso dejó intencionadamente caer, unos panecillos negros y duros. El monarca, al oir el ruido, exclamó:
-¡Muy mal pan teneis en vustra tierra!
-¡Este que nos dejara comer el conde! -contestó el labriego en tono de sentencia.
Enteróse el rey de los desmanes del conde e hizo promesa al buen campesino de ponerles remedio.
Y con la muerte del conde nos llega la moraleja. Menguados por el rey sus derechos y poderes y acosado por duros remordimientos, murió el conde sin querer, ni aun en tal trance, poner en su boca una plegaria o en su alma un asomo de arrepentimiento. Murió como vivió, y aquí está la moraleja. Su cadaver, al ser trasladado a Oviedo al panteón familiar, fue arrebatado por una banda de cuervos en el lugar denominado entonces Peñacorvera, próximo al límite del coto. Se asegura que, al dia siguiente de haber sido arrebatado por los cuervos el cuerpo del conde, se vió a su perro de caza favorito merodear durante muchas horas alrededor del pozo de Funeres, aullando sin cesar, hasta que, por fin, se arrojó al fondo. Era este perrro el único ser hacia el cual el conde mostraba simpatía.
De principio, y entrando en sencilla consideración, cabe delimitar, sin aventurarse deamasiado, sin embarcarse en descabelladas conjeturas, que pertenece a la historia y cuánto es tributo de leyenda. Porque si en otros casos resulta imposible destrenzar los nombres verdaderos o bien los falsos, aquí todo parece diferenciado ya y a flor de piel. Nada, en efecto, tiene de extraño la realiad de un conde como el reseñado que fuerza a mozas y sacrifica criados. La muerte del cura no desentona de otros sucesos paralelos acaecidos en tales o anteriores fechas y que son también fruto de la irritabilidad de estos grandes señores. Veamos dos ejemplos.
Antes del siglo XV la villa de Boal pertenecía a la parroquia de Prelo, cuya provisión canónica correspondía a la casa de Uz. Eran sus dueños, de apellido Miranda, al igual que el conde de Tiraña, señores de horca y cuchillo. En la amanecida de un domingo, no sin antes dejar ordenado al cura que guardase su regreso para la santa misa, salieron de cacería. A instancias de los feligreses, ante la larga espera, el sacerdote celebra la misa. Llega uno de los señors de la Uz y, al verse desobedecido, monta en cólera y descarga su escopeta sobre el sacerdote que cayó muerto sobre las gradas del altar.
Tres cuartos de lo mismo le acontece, a mediados del siglo XVI, a Bartolomé Felipe de Marines, regidor de Oviedo y alférez mayor perpétuo de Sariego que, ofendido en su honra por el cura de Peñaflor, ciego de ira, lo asesina al pie del altar.
Nada de extraño hay, por tanto, en el relato del Conde de Tiraña. La leyenda comienza a su muerte. Precisamente porque es lógico que el pueblo crea un castigo y un escarmiento para quien en vida no lo tuvo.
La leyenda se inicia con la aparición de los cuervos que arrebatan el cadaver. La presencia del perro fiel tiene un doble sentido. Precisamente porque es, el tal perro, el único ser hacia el que el conde derramó simpatía. Por otra parate, el detalle del perro que vaga y aúlla es recurso en este género de relatos. En nuestro caso, el perro se lanza al pozo Funeres, enlazándose entonces la leyenda con el relato de la caida de la vaca con collar de plata.
En torno al pozo Funeres , la leyenda es fértil y variada. Afirman muchos que fue allí donde los árabes escondían sus tesoros. Con frecuencia se afirma que el pozo no tiene fín, pues es sencillamente la entrada a los infiernos. Ciertamente, los relatos sobre pozos en los que se arroja una piedra y no se la oye caer pueden contarse por millares. La creencia de que es una puerta del infierno guarda relación con la opinión de quienes narran que el cuerpo del conde fue arrojado por los cuervos en el pozo de Funeres.
¿Que es aquí lo añadido? ¿Que constituye, en todo caso, base sólida sobre la que se edificó la leyenda? No es fin principal de estas líneas llegar a delimitar tales cosas. Baste con apuntar que la versión más generalizada habla de un pozo en elque hay repugnantes alimañas. José María Jove y Canella habla de una novilla que cayó en él; su dueño bajó a buscarla; a poco del descenso dijo: "Soltaime, porque tantes gafures tengo que, si salgo con elles, emponzoñaría al mundu enteru".
Estamos ante una variante de la leyenda del conde. Variante, que acaso goza de más visos de probalilidad. Con todo, no puede negarse que el pozo Funeres debe, por completo, su fama a la leyenda del conde de Tiraña. El volver a hablar del pozo, en nuestro caso, arrojando en él el cuerpo del conde, al fin de la leyenda es, con posibilidad, recurso y comlicación de trama dentro de la leyenda y parte menos espontánea y natural que la de la vaca con collar de plata dentro del relato.
De nada serviría decir que la restauración de la iglesia, llevada a cabo y forzosamente por el cond,e ael altar mayor fue dedicado a San Pedro, y añadir que así sigue en la actualidad. De nada serviría esto para probar que todo ello fue, en un principio, verdad. De sobra sabemos que es más frecuente inventar un pasado para ensalzar lo presente.
No son pocos los que distribuyen los hechos aquí expuestos entre varios condes. Acaso estén movidos únicamente por el afán de reepartir las culpas y la carga con el fin de que se cumpla lo de "tocar a menos". Con certeza casi completa puede decirse que los sucesos relatados pertenecen a una misma y única persona, a un único y mismo conde de Tiraña.

miércoles, 25 de noviembre de 2009

San Antolin de Bedón


Para explicar la fundación del monasterio de San Antolín de Bedón, fechado en el siglo XI y ubicado en uno de los lugares mas pintorescos del oriente de Asturias, la leyenda deriva dos aventuras del conde Muñazán. Habla la primera de una cacería con epílogo en milagro; la otra, de un crimen, floración de una pasión no necesariamente santa. Ambas, como mérito suplen la carencia de partida de nacimiento del fundador dándole un nombre con ascendencia histórica: Munio Rodriguez Can.
Cuentan que cierto día el conde Muñazán perseguía una pieza de caza por aquellos contornos. Se trataba de un enorme jabalí salido de la espesura. El conde echó atrás él el caballo, hízole correr vertiginosamente, inundándole de sudor y bañándole de sangre los ijares. De pronto aparece el mar y la pieza entra huyendo en una cueva, hasta entonces ignorada. Siguióle el conde y vió una imagen de San Antolín alumbrada por una misteriosa luz. Atribuyó el hallazgo a un aviso del cielo y mandó construir en aquel paraje un monasterio en honor del Santo.
La otra narración, envuelta aún más en un halo de exotismo, es la que corre todavía hoy entre los lugareños acerca del conde don Munio.
Era el referido conde, hijo de don Rodrigo Álvarez de las Asturias, un hombre sanguinario y cruel que mataba en la guerra por el placer de matar y cazaba por el placer de verter sangre.
Perdido una noche tormentosa en un bosque, percibió una luz que salía de una cabaña. Se acercó y miró a través de una ventana entreabierta. En la estancia estaba una joven de rodillas ante una tosca imagen. Sus cabellos trigueños, el cuerpo bellamente dibujado y sus grandes ojos verdes despertaron en el libertino los más bajos instintos. La joven, sola en el mundo, esperaba, casi sin esperanza, el regreso de su prometido que había ido a guerrear contra el invasor de la patria:los moros.
Loco de deseos, el conde se lanzó contra la puerta y cayó como un halcón sobre la indefensa presa. Tras una breve lucha, la joven sacando fuerzas de su flaqueza, de su desesperación, logró desasirse del conde y huir a la escuridad. Nada pudo hacer el conde, desconocedor de los secretos del bosque. La joven había desaparecido.
Al rayar la aurora, busca su caballo y sale del bosque jurando venganza.
Pasan los días. Munio recuerda su juramento y sale de su castillo en busca de la muchacha que tan malos recuerdos le despierta. Localiza la cabaña y se acerca cauteloso. Por la ventana observa una escena que le llena de ira: cogidos de la mano y radiantes de contentos los rostros, la joven y un desconocido se miran a los ojos en un hermoso idilio;él, su prometido, llorado por muerto y esperado hasta la desesperación. Pronto un sacerdote unirá sus vidas.
Ruge el conde y dispara su ballesta. La joven cae con el corazón atravesado. Apenas su prometido intenta socorrerla, cuando otro venablo le hiere de muerte y se desploma sobre el cadaver de su amada.
Pasado el momento de cólera, algo en la lavarda conciencia del conde comienza a bullirle. Huye despavorido, pero en vano. El recuerdo le persigue y una voz le aconseja y oprime constantemente, con un murmullo eterno: "...¿que te habían hecho?". Solo, en su cruel soledad, logra encontrar su destino. Son palabras de otro ser, muerto injustamente, quien le hace recobrar la confianza: "Vete; vende cuanto tienes y dalo a los pobres."
Y se decide a dedicar su patrimonio a la construcción de un cenobio, y así lo hace. El hacha tala el espeso bosque. En el mismo lugar donde estaba la choza surge el Monasterio de San Antolín de Bedón. Y, el conde, arrentido, se enfunda el tosco hábito de monje.

BARRABAXU



Ocurre que las cosas pasan. Pasa la gloria que, en un momento dado, fue actualidad, hizo furor y acaso alarma, estableció época. Y quedó lo sólido y permanente, lo que es que Dios, porque es ley de vida que la muerte del César se extienda y arrase consigo a todo lo que del César es.
Los monasterios son ejemplo de lo que venimos afirmando. Precisamente porque el claustro es constancia y seriedad ve pasar y caer imperios y triunfos del momento. Se hace entonces cierto que los reinos y la tierra pasan, mientras la palabra y el espíritu permanece.
La opinión general de la historiografía clásica sostiene que fue San Martín capital del reino ya que, sencillamente, el rey Aurelio sentó allí su corte. Lo cierto es que en San Martín, al lado y al amparo de la corte, surgió un monasterio que, al caer la grandeza de lo real, siguió manteniendo firme, bajo el mismo cielo de siempre, antigüedad y tono serio, serenidad y alabanza a Dios.
He aqui que, cuando la leyenda nace, la época de espenlor sólo quedaba en el recuerdo. Y en el monasterio solo cinco monjes ejercitaban el alto ministerio, la profesión no humana de la alabanza. Una paz sencilla, no aparatosa, como es toda paz cuando es auténtica, rodeaba la vida de estos cinco monjes. Y una felicidad les recorría todos los instantes de su concienzudo trabajo y de sus días llenos de fruto grato a Dios.
Pero hubo un día en que esa calma se partió en dos: el pueblo y los contornos se cubrieron de intranquilidad ante la presencia de un malhechor que arrasaba propiedades y mieses, que robaba y asesinaba sin escrúpulo. Se le llamó Barrabaxu. Se rompió, decimo, la paz del claustro por esa sencilla razón de que quienes no son del mundo sienten el dolor y el estremecimiento, la alegría y la intranquilidad que el mundo siente, como si fuese propia.
Cierto día volvía de sacramentar a un vecino de Sanfrechoso uno de los padres del monasterio. Con paso torpe y mente ágil,con cansancio de jornada repleta y animosidad, se dirigía, durante la noche, al monasterio. Fue entonces cuando Barrabaxu, en busca de dinero y de botín, se precipitó sobre él y le maltrata. Después se interna de nuevo en la soledad y la noche, su amiga, dejando al pobre fraile malherido en el camino.
Pero hay un momento ej que el desasosiego y la intranquilidad entran en la vida del bandido y representan un papel principal. Es el momento en que el sueño y la paz desaparecen en la existencia de Barrabaxu. Hay en él algo que le va minando y recorriendo; sus delitos le punzan por todas partes.
Las puertas de los monasterios se abren, por lo general, para cosas importantes y grandes, aunque diarias y aparentemente minúsculas. Son puertas por la que de ordinario entra la pesadilla y sale la calma. No sin razón suele decirse que el monasterio es remanso y oasis.
-¿Que deseas hijo mio? -pregunta una voz sencilla pero segura, con la seguridad de quien si no todo lo hace bién, si intenta hacerlo.
Enfrente a esta voz en calma se encuentra un hombre jadeante e intranquilo.
-Quiero confesarme -dice.
De principio todo tiene aire de normalidad. Pero no, porque el hombre que ahora se acoge al convento es Barrabaxu, la pesadilla y el terror del resto de la gente.
El fraile le confiesa. Después, sacando de entre su hábito un vaso de barro, se lo entrega a Barrabaxu con estas palabras: "Cuando llenes este recipiente quedarán perdonados tus pecados".
El malhechor se dirige con premura al río. Pero lo que en otro caso, en todos los otros casos posibles resultaría fácil, incuestionablemente, aquí no ocurre. Barrabaxu, acude a otro y otro río; va al mar. Pero el agua no entra en el recipiente. O mejor, había que decir que el agua no quiere entrar.
De pronto, y así como un día entró la vida y en el alma del malhechor el desasosiego, se hace presente ahora, inesperadamente, la claridad absoluta. Y fue de peregrinación a Covadonga.
Conveniente sería aquí una pausa ante el suceso no común, ante el hecho de que la leyenda llegue a Covadonga, nos lleve a los pies de la Madre de Asturias, cuna de reconquistadores. Pero, en este caso, renunciamos al comentario y al paréntesis porque es importante seguir diciendo, sin respiro y sin pausa, que fue en Covadonga y ante la Virgen donde el vaso se vio repleto, lleno de perdón y de penitencia al mismo tiempo. Y no ocurrió esto de modo normal porque no acudió Barrabaxu a fuente alguna húmeda, sino que lloró y lloró ante la Virgen. Entonces el agua brotó de él, de la fuente de sus ojos. Porque lo que no sabía hasta el tal momento Barrabaxu era que el agua requerida debía ser agua de dolor y llanto, de arrepentimiento y de propósito. Y también comprendió el malhechor que solo en Covadonga y ante la Señora de las montañas era posible colmar el vasoo de la penitencia.
-Gracias, Señor, por tu perdón -era la frase única y sentida que salía de los labios de Barrabaxu, repetida incansablemente.
Y se cuenta cómo volvió a San Martín y se hizo monje. Su cargo fue el de portero; y él, que había sido un día recibido y confortado, tuvo por misión recibir y confortar. Y aunque su nombre fuese desde entonces el de Pedro, para la gente siguó siendo Barrabaxu.

martes, 24 de noviembre de 2009

El Castillo de Tudela



Hace muchísimos años, tantos que no hay meollo que guarde fecha aproximada, hubo en el castillo de Tudela un joven prudente y hacendosa, amás de otras prendas y de su rara belleza. Era fama que había cautivado a cien hidalgos

"con su tez fina y brillante,
cual pétalo de azucena"


Su padre, Ares de Tudelam era modelo de caballerosidad. Siempre las puertas del castillo estaban abiertas a la necesidad, al dolor y a la hospitalidad. A pesar de sus muchos años, el noble aún practicaba la caza, en cuyo arte había sido muy diestro.
Descansaba el venerable anciano, tras una jornada penosa de caza, acompañado de su hija, en el salón del castillo, junto a un fuego saltarín y reconfortante. Un fuerte aldabonazo retumbó por la estancia. Al rato, un servidor se acercó para decirle que un moro, perdido en la niebla, pedía asilo por la noche.
-Hacedle pasar y preparadle mantel y lecho -ordenó el anciano.
Se resistía el criado, argumentando que se trataba de un moro.
-Sea cristiano o moro, es para mí un deber sagrado dar posada a quien la suplica. Traédmelo acá.
Era el árabe un joven apuesto. Su conversación, alegre, chispeante, hizo de la velada un suspiro. Por varias veces solicitó permiso para retirarse y por otras tantas fue detenido por la joven hidalga, visiblemente nerviosa. para el día siguiente invitó el castellano a participar en una cacería de osos al agradable joven.
Aunque gélida, la mañana vaticinaba una buena jornada; los nobles de la comarca que también habían sido invitados, ocuparon sus posiciones. Cuando el oso salió de su guarida fue a tropezar con el señor de Tudela, que arremete fuertemente contra la pieza; la mala fortuna, sumada a los muchos años, dejaron maltrecho al noble.
Trasladado con premura al castillo, los muchos desvelos y atenciones de su hija y de la servidumbre no lograron aliviar males y heridas. Sabedor de su cercano fin, llamó el anciano a su hija y le hizo jurar que nunca abandonaría ni su fe ni su patria. Así le prometió la joven, con el corazón hecho susto.
Llevaba Don Ares variaos días en el sepulcro cuando el moro confesó a la joven su propósito de partir al día siguiente. En breve conversación ambos se confesaron su amor, tomando el acuerdo de marchar juntos.
Sin que nadie pudiera explicárselo, aquella misma noche, cuando los enamorados ultimaban sus preparativos de marcha, un pavoroso incendio se desencadenó en el castillo. Los criados corrieron despavoridos; deshecho en el fuego, el puente levadizo había caido en el foso. Solo quedaba una salida secreta, a la que se dirigieron los enamorados. Más, flanqueando la puerta, allí estaba el castellano Tudela, blandiendo su espada al aire, dispuesto a vengar el honor de su sangre.
Nadie salió con vida. De aquellos muros, otrora mansión de hospital y perdonanza, solo quedó un montón informe de piedras.

lunes, 23 de noviembre de 2009

El aviso del Cid



A oídos de Alfonso IX de León había llegado la fama de San Salvador de Oviedo, a donde acudían en tropel, según Rodrigo Jiménez de Rada, "de todas partes del mundo los pueblos cristianos a loar a Dios y pedirle merced". Así se expresaba la copla :
"El que va a Santiago
y no al Salvador,
visita al criado
y deja al Señor"

Dispuso viaje el monarca, llenó de dones su arca andariega y con vistosa y nutrida comitiva se vino de romería a Oviedo. Con gran satisfacción y júbilo, con estrépito y con murallas y calles bien engalanadas recibieron los de Oviedo a su rey. Rezó Alfonso IX ante el Señor San Salvador y se retiró a descansar.
Bien entrada la noche, dos sombras se acercaron a la puerta mayor de la catedral, alzaron el aldabón y lo dejaron caer fuertemente. El ruido, pesado y sordo, cruzó todo el recinto sagrado como un rayo. Nadie respondió. Pasados unos momentos el aldabón volvió a sonar, más fuerte y más insistente.
Tiempo después alguien preguntó desde dentro :
- ¿Quién va?
No hubo respuesta. El propio prelado don Juan, que había oido los ruidos desde sus aposentos, acudió a preguntar :
- ¿Quién llama así en la Casa del Señor ?
Las sombras respondieron
- Somos Fernán González y Rodrigo Díaz de Vivar.
- ¡ Santo Dios ! ¡ Ambos sois muertos ! -dijo el obispo don Juan.
- Y muertos venimos. Decid al rey don Alfonso que dentro de tres días tendrá lugar la batalla de las Navas de Tolosa y que nosotros le daremos el triunfo.
Se hizo silencio. Las sombras se alejaron y se diluyeron en la noche.
Tres días después, pese a la ausencia del monarca en el campo de batalla, Dios le cubrió de gloria en las Navas. No faltó quien asegurase que por las armas cristianas habían peleado como bravos dos caballeros fantasmas montando soberbios alazanes oscuros y cubiertos de negras capas.
Noticioso el soberano, daba
"... crecientes gracias
a Dios y Santa María
por esta tan gran victoria
y gloria tanta complida"

Consta el suceso en gruesos pergaminos escritos por muy reverendos cronistas. Uno de ellos, Alfonso Marañón de Espinosa, lo refiere de esta manera.
"Y sucedió en esta Santa Iglesia lo que a muchas personas
graves y doctas he oído contar. Una noche, antes de que se diera la batalla, dieron grandes golpes a la puerta mayor de esta Santa Iglesia. Despertaron los sacristanes y preguntando quienes eran, les respondieron que eran el Cid y el Conde Fernán González, que iban a ayudar en la batalla al rey de Castilla. El siguiente día y la noche siguiente volvieron a dar los mismos golpes, y dijeron a los sacristanes que eran los mismos de la noche pasada y que avisasen a su rey cómo el rey de Castilla había vencido en la batalla y muerto grandísimo número de moros".
Ante la afirmación de un cronista tan sesudo sólo nos resta decir:
"Y si lector, dijeres, ser comento,
como me lo contaron te lo cuento".

jueves, 26 de febrero de 2009

Doña Jimena


A decir verdad, Alfonso II gozaba de las simpatías generales de sus súbditos. A los ovetenses, sin embargo, preocupaba la soltería del monarca, sobre la que la fantasía popular había urdido mil amores secretos. Hasta llegó a decirse que el rey había secretamente casado con Berta, hermana de Carlomagno, y que su castidad era hija del gran amor y fidelidad que a su esposa profesaba. Mas,
<que este noble Rey había
una muy hermosa hermana,
que como a sí la quería,
llamada doña Jimena...>>.

Pese a la insistencia de los rumores, nadie en Oviedo aceptaba seriamente que doña Jimena sostuviera ilícitas relaciones de amor. El recogimiento, las caridades y la piedad negaban lo que encubrían. Por si esto fuera poco, la princesa ya había manifestado a su hermano el deseo de profesar en la Orden de San Benito, lo que la colocaba fuera de toda sospecha. Con todo, un rumor cada día mas fuerte empezaba a relacionarla con un niño al cuidado de unas dueñas que, de tiempo en tiempo, separadamente, visitaban una dama y un caballero, principales ellos; había llamado la atención el cuidado que ponían en recatar sus personas de la curiosidad de las gentes.
Los días de doña Jimena discurrían tranquilos. Las más de las tardes bordaba ornamentos para el culto de San Salvador, platicaba con damas de acrisolada virtud y algún que otro clérigo sobre asuntos espirituales o atendía a los muchos negocios de caridad que su hermano le tenía encomendados.
Ya la habían dejado sus amistades y viajaba por la región del ensueño cuando unos leves golpecitos , producidos en una de las puertas, la trajeron a la realidad; delante de ellas, como cosa de pesadilla, su primo y pretendiente don Ordoño. Tras unos instantes de vacilación, recuperado el dominio sobre si misma, dijo:
-Osado sois, don Orduño, atreviéndoos a llegar a mis aposentos.
-¿Acaso no fuisteís vos misma quien me ha dado entrada? -opuso él.
-¿Que queréis decir? - preguntó ella con recelo.
-Nada que pueda molestaros; habéis hecho bien en abrirme por si algún riesgo amenazara vuestro honor en esta soledad... Al tiempo, pláceme que me recibáis de manera tan reservada para reiteraros mi promesa de amor.
- Habéis de saber, don Ordoño, que mi honor no precisa de guardianes y, por lo que se refiero a vuestro amor, de sobra sabéis que mi vida está destinada a Dios.
Riendo burlonamente, argumentó el caballero:
-Vuestras inclinaciones repentinas, prima, tienen mucho de excusa con vuestro hermano y conmigo, Yo no quisiera saber que otro amor os impida amarme, toda vez que otra causa no se me alcanza.
Fue entonces cuando la dama señaló imperativamente la puerta con el índice, extendiendo el brazo derecho.
-No será sin que sepa antes el nombre de mi rival..., si es que lo tiene.
-Lo tiene y de muy limpio linaje -repueso ella con aire retador.
-¡Su nombre! -requirió él, destemplado.
-Os haría temblar. ¡Salid!
Don Sancho Díaz, conde de Saldaña, caballero muy principal de la corte asturiana, llegaba en aquel preciso momento a la puerta de la estancia. La fuerza de la conversación le movió a escucharla:
-Decidme su nombre -tornó a requerir don Ordoño- o adevertiré al rey del engaño en que vive.
-Por Dios que no hareís tal cosa -clamó suplicante, doña Jimena-. Si sois caballero no os atreveréis a perturbar la paz de mi existencia.
-Mi corazón, señora, clama venganza; si mi rival es caballero ha de discutir con la espada tamaña burla; mas pienso que vuestro amante no será caballero, sino un mal nacido y de la mas baja condición.
-¡Frena tu lengua, don Ordoño, o vive Dios que os la arranco! -requirió, violento, el de Saldaña, saliendo al centro de la sala.
-¡Santo Dios, el de Saldaña! -exclamó desconcertado don Ordoño.
-¡El mismo!; y vengo a exigiros cuentas de las injuriosas palabras que usasteis con mi esposa, que, a la postre, esposo soy y no amante de doña Jimena. Mal nacido y de peor condición sólo es el que afrenta a una dama...
-Me ofendéis, don Sancho... Parece que olvidáis que hablaba de mi prima.
-Que a las veces es mi esposa -interrumpió el de Saldaña-, y espero que mañana, al alba, nos veamos tras la basílica de San Julián. Ahora, marchaos.
Faltole tiempo a don Ordoño para encontrar a su primo Alfonso el Casto, en tanto que don Sancho intentaba en vano consolar a su esposa.
Tan pronto como el monarca oyó la relación de su primo, con la cólera en el espíritu quiso saber por si mismo de la verdad de la denuncia, acompañado de su guardia personal. Irrumpió violentamente en la estancia, sorprendiendo a los amantes en íntimo coloquio. Ante la presencia del soberano quedaron atónitos los esposos; mudo de indignación quedóse el rey al comprobar con chispeantes ojos los que en su propia casa acaecía. Hizo un gesto el de Saldaña, cual si pretendiera, suplicante, acercarse al monarca; pero interpretándolo don Alfonso como antentatorio a su persona, gritó:
-¡A mi, el rey!
Cuatro guardas armados penetraron en la sala.
-Maniatad a ese hombre y llevadle preso -ordenó.
Mientras los soldados cumplían el regio mandato, Jimena corrió a postrarse ante su hermano:
-¡Perdón!...¡Perdón, mi señor!... ¡Perdón por el silencia y perdón por nuestro hijo!...¡Por vuestro sobrino, señor!...
Como reguero de pólvora corrieron los sucesos por toda la ciudad entremezclados con el perejil de la fantasía popular que no dejaba de urdir misteriosos y contradictorios acontecimientos. Los ovetenses perdieron el sosiego.
Se murmuraba, se sususrraba, se decía... que doña Jimena había salido a medianoche de palacio y que estaba encerrada en algún convento; que en las inmediaciones de la basílica de San Julián, había aparecido el cadáver de don Ordoño, el primo del rey; que don Sancho Díaz, cargado de cadenas, habia salido para el castillo de Luna; que el monarca había prohijado a un niño que cuidaban unas dueñas en las afueras de la ciudad, que era su sobrino...
La tradición asturiana asegura que aquel niño llegaría a ser el muy noble y grande caballero Bernardo del Carpio.

El tributo de las cién doncellas


Los moros habían tenido la audacia de reclamar al rey Alfonso II el pago del torpe tributo, pactado por Mauregato, mediante el cual cién doncellas cristianas habían de ser entregadas a los dominadores musulmanes. Asturias estaba consternada.
El 18 de Septiembre del año 793, dia suavemente invernal, con insultante arrogancia, entraron en Oviedo los encargados del reacudar aquel oprobio de tributo. Las gentes, atribuladas, imploraban de los cielos ayudas y protección. De entre un grupo de armados caballeros surgió una voz...
-¡No se las llevarán!
-¡Calma! -dijo de pronto una voz gastada por los años-. ¿No advertís que con nuestro intento podéis ocasionar una guerra funestas? Tú, Fruela, no soliviantes a la gente; no os declareís en rebeldía contro los mandatos de nuestro rey...
-¡No importa!... - replicó Fruela, cada vez más exasperado-. ¿Que respeto merecen esos reyes pusilánimes que no tienen valor para pelear y sí la cobardía de consentir este oprobio?...
-La cólera te ciega -apostilló el anciano-. No fue ninguno de nuestros monarcas quien estableció tal pacto. Un bastardo usurpador. Mauregato, hijo de mujer infiel, compró el apoyo de los de su casta para mantenerse en el trono, e invetó este feudo.
-¡No se las llevarán!- volvió el clamor...
La voz anciana se dejó oir de nuevo:
-Escuchadme por última vez. Calmad vuestra cólera. Si persistís, dad la batalla lejos de la cuidad y ciudad de que nada puede imputársele al monarca.
Las últimas palabras del anciano fueron ahogadas por aquel lema que era ya una declaración de guerra:
-¡No se las llevarán!
Muy pocos días bastaron, dentro del mayor sigilio, para perfilar escenarios, acuerdos y tácticas. La noche sería su gran valedora; a su amparo, los jóvenes caballeros, repartidos en grupos ganaron el campo y caminan ahora entre riscos y malezas. A la amanecida los grupos se fueron congregando en el lugar escogido. De aquellos animosos mancebos, un buén número no llevaba más armas que gruesos y anudados garrotes; portaban otros venablos de caza, aperos de labranza y, los menos, espadas.
Despuntaba ya el día y, cuando los ánimos empezaban a inquietarse, la voz de Fruela resonó potente en el bosque:
-¡Aprestaos a la lucha; el enemigo se acerca!
Situáronse los aguerridos astures en las quebraduras del terreno y esperaron y esperaron el paso del convoy. El escenario escogido no podía ser mas propicio: un barranco angosto y profundo.
Cuando la caballería árabe que, confiadamente, galopaba en vanguardia enfilaba el tramo final del barranco, una algarabía ensordecedora se mezcló con el rumor de enormes peñascos que caían con violencia sobre los sorprendidos jinetes. Con el mismo empuje fue atacada también la retaguardia. Los peñascos rodaban por las laderas como impulsados por violento huracan, como movidos por una fuerza apocalíptica. Tras ellos, y con un ímpetu creciente, la avalancha humana.
Trataron los árabes de agruparse y de aprestarse a la defensa. Fue en vano. El empuje, el valor y la osadía de los cristianos había ganado la partida.
De pronto, el que parecía caudillo de los árabes subió violentamente a una de las cautivas a la grupa de su caballo y salió huyendo en desenfrenada carrera. Fruela lanzó un grito desgarrado de maldición. Se trataba de Jimena, su amada.
Trató de seguirle. Arrebató un corcel árabe y se lanzó en su persecución. Al rato, su caballo cae reventado. Se levanta con presteza y arroja con furia su venablo a las ancas del otro caballo que proseguía en su veloz carrera. Herido el corcel por el afilado hierro, cae con sus monturas. Trata el moro de protegerse, aferrándose a la joven. La lucha es dura. Por fin logra Fruela alcanzarlo y recuperar a su amada Jimena.
Cuando se reúnen con los suyos todo había concluido; ni un rasguño habían recibido las cien doncellas. Horas mas tarde, entre el júbilo desmedido, entraban en Oviedo.
Quisieron los moros tomar venganza y pusieron en pie de guerra un poderoso ejército que será estrepitosamente derrotado, no atreviéndose más a mancillar con sus pies el suelo santo de Asturias.

HISTORICAS



Hermana de la hiedra, de los fosos abandonados y de las torres derruidas en que anidan los muerciélagos, la leyenda comporta dos elementos importantes : la tendencia innata del hombre a lo maravilloso y la no menos congénita a anteponer los intereses propios a los intereses de la verdad y de la justicia. En tanto que el primero convierte en epopeyas los acontecimientos insignificantes y otorga caracteres fantásticos a las figuras señeras de la Historia, el segundo hace que se formen conceptos completamente equivocados de los pueblos.
Para estudiosos clásicos como Van Gennep, Maury y Sebillot, la leyenda histórica tiene siempre un fondo de verdad, bien en personajes o bien en hechos, pero con alguna deformación o alteración de caracteres y sucesos. Ahora bién, la Historia, mayormente que en los grandes, se mantiene mas viva, familiar y palpitante en los hechos pequeños. De no ser así, no se comprendería su querencia por los héroes oscuros, mas que por las grandes figuras históricas; nunca entenderíamos como en las leyendas asturianas han tomado relieve tan extraordinario personajes historicamente secundarios, cual es el caso del conde Muñazán, Ares de Tudela o el señor del Coto de Tiraña. No en vano se ha llegado a decir que la leyenda es la flor de la admiración que el pueblo ofrenda a lo sublime.
Los grandes hechos de un pueblo, dejó dicho el maestro Vicente García Diego, como los que se refieren a su fundación, sus emigraciones y sus grandes guerras, con un fondo histórico, son legendarios. Donde falta la contradicción de la crítica histórica, estas grandes leyendas se transmiten como historia.
De la frondosidad de las leyendas históricas asturianas entresacamos las mas significativas.