sábado, 19 de diciembre de 2009

Martín Porra



Desde que Don Suero de Bimenes había conocido a la hermosa Covadonga, hija del venerable Menén Porra, no volvió a tener calma en su corazón. La humildad y la belleza de la joven cautivaron en extremo al aguerrido soldado. No era para menos, pues, al decir de un viejo cornista, era la doncella
"de faz belllísima, vestía con halda e corpiño de fino lienzo,
bordado de seda e oro, y cubierta la cabeza con toca del mismo
género, lo cual hacía resaltar al apiñonado tinte del cutis, las
encendidas mejillas, el óvalo virginal de la noble cara e los
ojos grandes e negros, entre amorosos y tristes".

Las visitas al castillo de la amada se hicieron frecuentes, familiares, dando lugar a que no fuera insensible el corazón de la gente a los dardos de Cupido. Así fue como el afortunado guerrero llegó a aspirar los perfumes de aquella flor.
Más partió don Suero para la guerra. Tras muchos días, en una tregua, vuelve el guerrero a sus lares, pero no visita a su amigo ni rinde pleitesía a la hermosura de la flor deshojada que, desesperanzada, desde el adarve del castillo, inultilmente, y día tras día, otea el camino por donde debía llegar el objeto de sus ensueños. Según el viejo cronista, un día confesó a su padre la causa de sus males:
"-Padre mío-le dixo-mis penas e cuitas son inmensas e imposibles de sobrellevalas; mis tristezas son hondas e mis melancolías contínuas e non hallan ni disipaciones ni consuelos; sospiro día y noche, porque él me tiene embargado todo mi corazón e toda mi ánima; e mis pesares son todos para él, que non se me aparta un momento solo, pues a cada instante..."
Quiso el noble Menén Porra poner remedio a las desgracias de la muchacha y comisionó a su otro hijo Martín, joven altivo y violento, para parlamentear con Don Suero. Ignoraba éste el daño que había causado a la joven y se mostró propicio a repararlo, pero la palabra agria de Martín Porra hizo que la entrevista degenerara en duelo.
-Aquí mismo, en este campo tuyo -dijo el orgulloso Martín-, será el combate; elige padrinos y no olvides que ha de ser a muerte.
Ante el palacio del señor de Bimenes hay un amplio campo rodeado de viejos robles. Para mayor desprecio de Suero, quiso Martín Porra que fuera allí el combate. Se había cercado el palenque, dejando solo dos entradas, al norte y al sur, respectivamente.
Acompañado de sus padrinos, entra el de Porra por la puerta sur; en la misma forma, por su puerta opuesta lo hace el de Bimenes. Los jueces reconocen caballos, puestos y armas, les toman juramento y pasan al tablado de la presidencia. Suenan los clarines. Ambos adversarios, lanza en ristre, se arrojan uno contra otro. Al choque, los caballos han doblado, pero los guerreros se mantienen firmes; se han roto las lanzas. Respuestas y enristradas, vuelven a la carga. Del encuentro los dos caballeros salen desmontados y echan mano a las espadas, continuando el combate a pie. Se dan estocadas, se tiran tajos y se paran los ataques con las espadas y con las rodelas con destreza y vigor. Las fuerzas de ambos guerreros permanecen inquebrantables y tal parece que cascos, corazas y escudos son impenetrables al acero. Aprovechando Suero una descubierta de Martín, se lanza a fondo dándole una estocada en la axila derecha, haciéndole caer al suelo. Muy grave ha de ser la herida, más como el combate es a muerte, el valiente Martín quiere continuarle; se niega don Suero que prodiga sus auxilios al que, desde entonces llamó su hermano.
Desde aquel día el campo de la justa tomó el nombre de "Martín Porra", que aún se conserva hoy.

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