jueves, 26 de febrero de 2009

Doña Jimena


A decir verdad, Alfonso II gozaba de las simpatías generales de sus súbditos. A los ovetenses, sin embargo, preocupaba la soltería del monarca, sobre la que la fantasía popular había urdido mil amores secretos. Hasta llegó a decirse que el rey había secretamente casado con Berta, hermana de Carlomagno, y que su castidad era hija del gran amor y fidelidad que a su esposa profesaba. Mas,
<que este noble Rey había
una muy hermosa hermana,
que como a sí la quería,
llamada doña Jimena...>>.

Pese a la insistencia de los rumores, nadie en Oviedo aceptaba seriamente que doña Jimena sostuviera ilícitas relaciones de amor. El recogimiento, las caridades y la piedad negaban lo que encubrían. Por si esto fuera poco, la princesa ya había manifestado a su hermano el deseo de profesar en la Orden de San Benito, lo que la colocaba fuera de toda sospecha. Con todo, un rumor cada día mas fuerte empezaba a relacionarla con un niño al cuidado de unas dueñas que, de tiempo en tiempo, separadamente, visitaban una dama y un caballero, principales ellos; había llamado la atención el cuidado que ponían en recatar sus personas de la curiosidad de las gentes.
Los días de doña Jimena discurrían tranquilos. Las más de las tardes bordaba ornamentos para el culto de San Salvador, platicaba con damas de acrisolada virtud y algún que otro clérigo sobre asuntos espirituales o atendía a los muchos negocios de caridad que su hermano le tenía encomendados.
Ya la habían dejado sus amistades y viajaba por la región del ensueño cuando unos leves golpecitos , producidos en una de las puertas, la trajeron a la realidad; delante de ellas, como cosa de pesadilla, su primo y pretendiente don Ordoño. Tras unos instantes de vacilación, recuperado el dominio sobre si misma, dijo:
-Osado sois, don Orduño, atreviéndoos a llegar a mis aposentos.
-¿Acaso no fuisteís vos misma quien me ha dado entrada? -opuso él.
-¿Que queréis decir? - preguntó ella con recelo.
-Nada que pueda molestaros; habéis hecho bien en abrirme por si algún riesgo amenazara vuestro honor en esta soledad... Al tiempo, pláceme que me recibáis de manera tan reservada para reiteraros mi promesa de amor.
- Habéis de saber, don Ordoño, que mi honor no precisa de guardianes y, por lo que se refiero a vuestro amor, de sobra sabéis que mi vida está destinada a Dios.
Riendo burlonamente, argumentó el caballero:
-Vuestras inclinaciones repentinas, prima, tienen mucho de excusa con vuestro hermano y conmigo, Yo no quisiera saber que otro amor os impida amarme, toda vez que otra causa no se me alcanza.
Fue entonces cuando la dama señaló imperativamente la puerta con el índice, extendiendo el brazo derecho.
-No será sin que sepa antes el nombre de mi rival..., si es que lo tiene.
-Lo tiene y de muy limpio linaje -repueso ella con aire retador.
-¡Su nombre! -requirió él, destemplado.
-Os haría temblar. ¡Salid!
Don Sancho Díaz, conde de Saldaña, caballero muy principal de la corte asturiana, llegaba en aquel preciso momento a la puerta de la estancia. La fuerza de la conversación le movió a escucharla:
-Decidme su nombre -tornó a requerir don Ordoño- o adevertiré al rey del engaño en que vive.
-Por Dios que no hareís tal cosa -clamó suplicante, doña Jimena-. Si sois caballero no os atreveréis a perturbar la paz de mi existencia.
-Mi corazón, señora, clama venganza; si mi rival es caballero ha de discutir con la espada tamaña burla; mas pienso que vuestro amante no será caballero, sino un mal nacido y de la mas baja condición.
-¡Frena tu lengua, don Ordoño, o vive Dios que os la arranco! -requirió, violento, el de Saldaña, saliendo al centro de la sala.
-¡Santo Dios, el de Saldaña! -exclamó desconcertado don Ordoño.
-¡El mismo!; y vengo a exigiros cuentas de las injuriosas palabras que usasteis con mi esposa, que, a la postre, esposo soy y no amante de doña Jimena. Mal nacido y de peor condición sólo es el que afrenta a una dama...
-Me ofendéis, don Sancho... Parece que olvidáis que hablaba de mi prima.
-Que a las veces es mi esposa -interrumpió el de Saldaña-, y espero que mañana, al alba, nos veamos tras la basílica de San Julián. Ahora, marchaos.
Faltole tiempo a don Ordoño para encontrar a su primo Alfonso el Casto, en tanto que don Sancho intentaba en vano consolar a su esposa.
Tan pronto como el monarca oyó la relación de su primo, con la cólera en el espíritu quiso saber por si mismo de la verdad de la denuncia, acompañado de su guardia personal. Irrumpió violentamente en la estancia, sorprendiendo a los amantes en íntimo coloquio. Ante la presencia del soberano quedaron atónitos los esposos; mudo de indignación quedóse el rey al comprobar con chispeantes ojos los que en su propia casa acaecía. Hizo un gesto el de Saldaña, cual si pretendiera, suplicante, acercarse al monarca; pero interpretándolo don Alfonso como antentatorio a su persona, gritó:
-¡A mi, el rey!
Cuatro guardas armados penetraron en la sala.
-Maniatad a ese hombre y llevadle preso -ordenó.
Mientras los soldados cumplían el regio mandato, Jimena corrió a postrarse ante su hermano:
-¡Perdón!...¡Perdón, mi señor!... ¡Perdón por el silencia y perdón por nuestro hijo!...¡Por vuestro sobrino, señor!...
Como reguero de pólvora corrieron los sucesos por toda la ciudad entremezclados con el perejil de la fantasía popular que no dejaba de urdir misteriosos y contradictorios acontecimientos. Los ovetenses perdieron el sosiego.
Se murmuraba, se sususrraba, se decía... que doña Jimena había salido a medianoche de palacio y que estaba encerrada en algún convento; que en las inmediaciones de la basílica de San Julián, había aparecido el cadáver de don Ordoño, el primo del rey; que don Sancho Díaz, cargado de cadenas, habia salido para el castillo de Luna; que el monarca había prohijado a un niño que cuidaban unas dueñas en las afueras de la ciudad, que era su sobrino...
La tradición asturiana asegura que aquel niño llegaría a ser el muy noble y grande caballero Bernardo del Carpio.

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